Tomado de Wendell Berry, Home Economics. Counterpoint, 1987
- Que la agricultura puede entenderse como una industria y tratarse como una industria.
Esta suposición es falsa, en primer lugar, porque la agricultura trata con cosas vivas y con procesos biológicos, mientras que los materiales de la industria no están vivos y sus procesos son mecánicos. Que la agricultura sólo puede producir a partir de las vidas de criaturas vivas significa que no puede eludir por mucho tiempo la prueba de la calidad; es decir, que además de la productividad, la eficiencia, unos ingresos adecuados, y otras cosas por el estilo, tiene que tener salud. De este modo, el agricultor se diferencia del industrial en que el agricultor es necesariamente uno que cuida, que protege la salud de las criaturas.
En segundo lugar, mientras que una fábrica tiene una esperanza de vida limitada, la vida de una granja sana es ilimitada. Los edificios y las herramientas se desgastan, pero el suelo, si se usa y se mantiene como es debido, no se desgastará. Algunos suelos agrícolas han permanecido en uso continuo durante cuatro o cinco mil años o más.
En tercer lugar, las motivaciones de la agricultura son básicamente distintas de las motivaciones de la industria. Esto se explica en parte por las diferencias entre la agricultura y la industria que ya he mencionado al principio. Otra razón está en el hecho de que, en nuestro país y en muchos otros, las mejores granjas siempre han sido hogares al mismo tiempo que lugares de trabajo. A diferencia de los obreros de una fábrica o los ejecutivos de una compañía, los agricultores no van a trabajar; un buen agricultor está en su trabajo incluso cuando está descansando. Una y mil veces, la experiencia ha enseñado que la motivación del jornalero no es la adecuada para la agricultura. La experiencia americana ha mostrado eso, pero acaso en ningún sitio haya quedado tan trágicamente de manifiesto como en la Unión Soviética, donde los pequeños terrenos de propiedad particular producen mucho más que los campos colectivos.
Por último, la economía de la industria es enemiga de la economía agraria. La economía de la industria es, generalmente, una economía de extracción: toma, produce, usa y desecha; es decir se mueve desde la explotación que agota hasta la contaminación. La agricultura, en cambio, pertenece propiamente a una economía de reposición, que toma, produce, utiliza y devuelve. Implica la devolución a la fuente, no sólo de la fertilidad o de los llamados desechos, sino también de cuidado y de afecto. Sin esta devolución, el suelo se usa exactamente igual que un combustible que se extrae y se destruye con el uso. Por eso, recurrir en la agricultura a los métodos de las fábricas nos dan la esperanza de vida de las fábricas: acaso suficientemente larga para nosotros, pero no lo bastante larga como para nuestros hijos y nuestros nietos.
- Que una economía agrícola sana puede basarse en un mercado de exportación.
Deberíamos empezar, pienso yo, aceptando que una economía sana no puede basarse en ningún mercado que ella misma no pueda controlar.
Deberíamos aceptar, además, que un mercado de alimentos exterior, debería ser temporal y, por tanto, por definición, no estable. Lo mejor para una nación o para un pueblo, evidentemente, es cultivar su propia comida, y por lo tanto, ya sólo la caridad nos prohibiría depender de un mercado permanente para nuestros productos en un país extranjero o desear esa dependencia. Y tenemos que preguntarnos también si la caridad puede considerar jamás a un pueblo hambriento como un “mercado”.
Pero el principio comercial mismo es peligroso en la agricultura si no se subordina a otros principios, tales como el de la subsistencia. La agricultura comercial tiene que no separarse nunca de la agricultura de subsistencia; una familia de agricultores debe vivir de la granja. Igual que la granja debe ser, hasta donde sea posible, la fuente de su propia fertilidad y de su propia energía de explotación, también para la familia de agricultores la granja debe ser, hasta donde sea posible, fuente del alimento, de un techo, del combustible, de materiales de construcción y de otras cosas similares. Sólo de este modo se asegura el sustento básico de la población agrícola. En tiempos como los nuestros, en los que los precios de las provisiones que hay que comprar son altos y los beneficios de lo que produce de la agricultura son bajos, el valor de cualquier cosa que la familia produzca para sí misma es alto e implica unos ahorros sustanciales. Lo que se exporta de la granja, sea en la cantidad que sea, hay que considerarlo propiamente como un excedente, como aquello que no se necesita para subsistir.
El principio de subsistencia tendría que operar en todos los niveles del sistema agrícola. La población de consumidores locales en los pueblos y de las ciudades debiera subsistir, en la medida de lo posible, del producto de la localidad o de la región. La razón principal para esto, en la región tanto como en la granja misma, es que es más seguro, pero tiene otras muchas ventajas: tendería a hacer que la agricultura local se diversifique a la vez que apoyaría a la economía agrícola local. Reduciría enormemente los costes de transporte y de otras cosas, pondría alimentos más frescos en nuestras mesas, y aumentaría el empleo local. Lo que se exportase de la región sería, también en este caso, considerado como excedentes.
El mismo principio habría de aplicarse luego a la nación en su conjunto. Deberíamos subsistir a partir de nuestra propia tierra, y luego los excedentes estarían disponibles para los mercados de exportación o para caridad en caso de emergencias.
Los excedentes no deberían considerarse como algo sin importancia para la subsistencia, sino como algo igualmente necesario para la seguridad: una especie de “floating” supply [“circulante” disponible] utilizable para compensar las diferencias y los caprichos del clima. Debido a las sequías, las inundaciones y las tormentas, ninguna granja, ninguna región, ni siquiera una nación puede estar segura de una subsistencia para siempre, y sólo por esto un excedente exportable tiene un lugar legítimo en la planificación agrícola.
- Que el “libre mercado” puede proteger la agricultura.
El “libre mercado” —el juego sin freno de las fuerzas económicas— es malo para la agricultura, porque no es capaz de darle su valor a cosas que son del todo necesarias para la agricultura. Asigna un valor a los productos agrícolas, pero no puede darle un valor a las fuentes de esos productos en el suelo, en el ecosistema, en la granja, en la familia o en la comunidad de agricultores. Quienes miran la agricultura desde el punto de vista del “libre mercado”, en efecto, no entienden la relación del producto con su origen. Creen que la relación es puramente mecánica porque piensan que la agricultura es o puede ser una industria. Y el “libre mercado” es absolutamente incapaz de proponer algo distinto a eso.
El “libre mercado” valora la producción a costa de todo lo demás, y este énfasis exclusivo en la producción, en la agricultura, provoca inevitablemente un exceso de producción. En la agricultura, tanto los precios altos como los precios bajos causan exceso de producción, y sin embargo, el exceso de producción conduce sólo a precios bajos. Quizás podría entonces decirse que, en el “libre mercado”, la productividad agrícola no tiene relación directa ni estable con el valor. En este estado de cosas, la agricultura produce en exceso, y el excedente se usa como arma contra el agricultor que lo produce en orden a rebajar los precios, bien al servicio de “una política alimentaria barata” para el consumo interno o para hacer que nuestros productos alimenticios sean competitivos en el comercio mundial.
En una época en que la inversión urbana en la agricultura (esto es, en “la industria agropecuaria” o agribusiness) estimula una productividad más alta que lo que el mercado de la economía urbana puede asumir, entonces la economía rural sólo se puede proteger controlando la producción. Las reservas deberían ajustarse a las necesidades previstas, y esas necesidades deberían incluir siempre excedentes para usar en caso de pérdida de las cosechas. Un tal ajuste sólo puede ser aproximado, por supuesto, pero dado que se trata de una productividad anual, pueden hacerse correcciones anuales. De este modo, las fuentes de producción pueden protegerse impidiendo unos excedentes fuera de control y unos consecuentes valores bajos de mercado que destruyen a la vez la tierra y a las personas.
El “libre mercado” es el Darwinismo económico, con una modificación fundamental. Mientras que los biólogos darwinistas han reconocido siempre la violencia del principio competitivo, los políticos darwinistas ha sido incapaces de resistir a la tentación de sugerir que en el “libre mercado” se benefician tanto el predador como la presa. Cuando sucede una ruina económica, según esta manera de ver lsas cosas, sucede sólo como resultado de la justicia económica. Y así David Stockman podía decir que el estado de desposesión de miles de familias de agricultores es sólo el resultado del funcionamiento de una “economía dinámica”, que compensa sus pérdidas con “un auge masivo de nuevos trabajos y nuevas inversiones… que tienen lugar en otro sitio, en la industria informática”(a) Que estos fracasos y estos éxitos no les estén sucediendo a las mismas personas, ni siquiera a los mismos grupos de personas, eso es una percepción que está más allá del alcance de las categorías de Mr. Stockman. En su modo de razonar, se ve enseguida que la pobreza de los pobres se justifica con la riqueza de los ricos.
La idea del “libre mercado” es el resultado de un deseo perezoso (si no malvado) de fundar la economía humana en la ley de la naturaleza.(b) El problema con él es que los hombres no pertenecen a la naturaleza de la misma manera en que pertenecen los zorros y los conejos. Los seres humanos viven artificialmente, mediante el artificio y el arte, mediante la obra humana, y la economía tiene en último término que responder a este rasgo espefíficamente humano. Unas fuerzas económicas desenfrenadas dañan tanto a la naturaleza como a la cultura humana.
Hay, propongo, dos leyes de una economía humana, muy distintas de las leyes que rigen el “libre mercado”, que de hecho son antinaturales e inhumanas:
- El dinero tiene que no mentir acerca del valor de las cosas. No tiene que dar una imagen falsa, ni por la inflación ni por la usura, del valor del trabajo necesario o de los bienes necesarios. Esos valores no tienen que estar sometidos, mediante maniobras de los mercados o de los bancos, a manipulaciones monetarias.
- Tiene que haber un equilibrio decente entre lo que la gente gana y lo que paga, y esto sólo puede hacerse controlando la producción. Cuando los agricultores tienen que vender en un mercado deprimido y luego comprar en uno sometido a la inflación, eso es la muerte para los agricultores, la muerte para la agricultura, la muerte para las comunidades agrarias, la muerte para el suelo, y (por decirlo en términos urbanos), la muerte para la comida.
- Que la productividad un criterio suficiente de producción.
En muchos sentidos, la forma más popular de tratar los problemas de la agricultura en América ha consistido en ensalzarla. Durante décadas hemos estado deambulando en medio de un diluvio de estadísticas de producción que llovían a mares del gobierno, de las universidades y de las empresas “agropecuarias”. Ninguna fanfarronada de político estaría del todo completa sin un cumplido dirigido al “agricultor americano”, del que se dice que él solo está dando de comer a setenta y cinco o a cien o sabe Dios a cuántas personas. La agricultura americana es fantásticamente productiva, y a estas alturas todos deberíamos saberlo.
Que la agricultura americana es también increíblemente costosa es algo menos sabido, pero es igualmente innegable, aún cuando los costes todavía no han entrado en la contabilidad oficial. Los costes se producen en la pérdida del suelo, en la pérdida de las granjas y de los agricultores, en la contaminación del suelo y del agua, en la contaminación de los alimentos, en el deterioro de las
pequeñas ciudades y de las comunidades rurales, y en la vulnerabilidad cada vez mayor de todo el sistema de oferta alimentaria. Las estadísticas de productividad por sí solas no pueden mostrar estos costes. Estamos llegando, sin embargo, a un “tocar fondo” que no aparece en nuestros libros.
Desde un punto de vista agrícola, frugalidad es una palabra mejor que productividad. Es una palabra mejor, porque implica una contabilidad que tiene en cuenta más factores. Una persona frugal es sin duda una persona productiva, pero la frugalidad también implica una adecuada consideración a los medios de producción. Ser frugal es cuidar de las cosas; es prosperar, es decir, es estar sano siendo parte de la salud. (c) No se puede ser frugal en solitario; uno sólo puede ser frugal en la medida en que su tierra, sus cosechas, sus animales, su lugar y su comunidad van bien.
El gran fallo de esa contabilidad selectiva a la que llamamos “la economía” es que no conduce a la frugalidad; día tras día, estamos representando la trama de una paradoja homicida: una “economía” que conduce a la extravagancia. Nuestra gran culpa como pueblo es que no cuidamos de las cosas. Nuestra economía es de tal manera que decimos que “no podemos permitirnos el lujo” de cuidar de las cosas: la mano de obra es cara, el tiempo es caro, el dinero es caro, pero los materiales —la materia de la creación—, son tan baratos que no podemos permitirnos el lujo de cuidarlos. El martillo de demolición es el instrumento paradigmático de nuestro modo de actuar con los materiales. No “podemos permitirnos el lujo” de talar un bosque de forma selectiva, de extraer un mineral sin destruir la topografía, ni de cultivar sin producir una catastrófica erosión del suelo.
Una economía orientada a la producción puede realmente vivir de este modo, pero sólo mientras dura la producción.
Supongamos que, previendo el fracaso irremediable de este tipo de producción, vemos que tenemos que asignarle un valor a la continuidad. Si esto sucediera, entonces nuestro modelo de producción tendría que cambiar; de hecho, ya habría cambiado, porque el criterio de productividad por sí solo no puede permitirnos ver que esa continuidad tiene un valor. El valor de la continuidad sólo es visible para la frugalidad.
- Hay demasiados agricultores.
Esta idea ha sido la doctrina aceptada en todos los despachos que tienen que ver con la agricultura —en los gobiernos, en las universidades y en las empresas— desde la Segunda Guerra Mundial. Su historia es una prueba verdaderamente notable de la influencia de las ideas. Durante los últimos cuarenta años, ha agravado y ha justificado, cuando no ha sido la causa directa, de una de las migraciones de la historia más cargadas de consecuencias: millones de campesinos trasladándose del campo a la ciudad en un éxodo que no ha cesado desde el final de la guerra hasta ahora. La fuerza que ha motivado esta migración, entonces como ahora, ha sido la ruina económica de la granja. Todavía hoy, mientras cientos de familias de agricultores pierden sus granjas cada semana, los economistas siguen diciendo, como han estado diciendo todo este tiempo, que estas personas merecen fracasar, que han fracasado porque en realidad son los “productores menos eficientes”, y que a América le va mejor gracias a su fracaso.
Es evidentemente fácil decir que hay demasiados agricultores cuando uno no es agricultor. No es ésa una declaración que se oiga con frecuencia en las comunidades agrícolas, ni se les ha informado todavía a los agricultores de un excedente peligroso de población en las profesiones del “agribusiness” ni entre los intermediarios del sistema alimentario. Ningún economista agrícola parece haberse dado cuenta todavía de que hay demasiados economistas agrícolas.
La migración de la granja a la ciudad ha producido evidentemente beneficios a la economía empresarial. Los agricultores ausentes han tenido que ser reemplazados por maquinaria, petróleo, productos químicos, créditos, y otros bienes y servicios de la economía industrial del “agribusiness” (que no hay que confundir en absoluto con la economía de lo que se solía llamar agricultura), todos ellos muy caros. Pero todos estos beneficios a corto plazo implican pérdidas a largo plazo, tanto para el campo como para la ciudad. La marcha de tantas personas ha debilitado seriamente las comunidades y las economías rurales en todo el país. Que nuestras tierras de labranza ya no tienen suficientes cuidadores se pone de manifiesto en el hecho de que, a medida que los agricultores se han marchado de la tierra, la tierra misma se ha ido. Los índices de erosión de nuestro suelo son ahora más altos que en la época de la “Dust Bowl”.(d)
Al mismo tiempo, las ciudades han tenido que acoger una gran afluencia de personas no preparadas para la vida urbana, e incapaces de afrontarla. Un amigo mío, un psicólogo que ha trabajado con frecuencia en los juzgados de menores en una gran ciudad del Medio Oeste, me ha dicho que, allí, un quehacer fundamental de las fuerzas de policía es mantener a los que son “permanentemente no empleables” recluidos en su propia parte de la ciudad. Una circunstancia así no puede ser buena para el futuro de la democracia ni de la libertad. Uno se pregunta qué es lo que habrían pensado los autores de nuestra Constitución acerca de esa categoría de personas “permanentemente no empleables”.
Igual de importante es la cuestión de la sostenibilidad de la oferta alimentaria urbana. En la actualidad los supermercados están abarrotados de comida, y la productividad de la agricultura americana es, en este momento, enorme. Pero es una productividad que se basa en la ruina, tanto de los productores como de las fuentes de producción. Las gentes de la ciudad no se preocupan por esto, al parecer, sólo porque no saben absolutamente nada acerca de la agricultura. Las personas que saben de agricultura, que saben que la tierra cultivable tiene que seguir siendo productiva, ésas sí que están preocupadas. Cuando las pérdidas del suelo son cinco veces mayores que el peso del grano que se ha cosechado (como en Iowa) o veinte veces (como en los trigales del este del Estado de Washington), hay motivo de sobra para preocuparse.
Cuando esos “demasiados” que hay en el campo llegan a la ciudad, no los llaman “demasiados”, los llaman “desempleados” o “permanentemente no empleables”. ¿Qué pasará si un día los economistas se dan cuenta de que ellos son demasiados en las ciudades? Parece que sólo hay dos posibilidades: o tendrán que reconocer que su diagnóstico anterior había sido un trágico error o llegarán a la conclusión de que hay demasiadas personas, tanto en el campo como en la ciudad. Y ¿cuántas más inhumanidades van a justificarse con ese diagnóstico?
Los dos partidos que llenan nuestro dialogo político parecen haber llegado hace mucho tiempo a la conclusión de que la exclusión y el desempleo de personas a causa del crecimiento industrial son algo normal y aceptable. Los liberales han querido apoyar a estas personas con donativos de la asistencia pública; los conservadores les han enseñado a que se vuelvan ambiciosos y consigan empleos. Estas dos “soluciones” son dos modos de decirles a los indefensos que desaparezcan, que se vayan al infierno: la única diferencia entre las dos está en la velocidad con la que se les aconseja que se vayan.
- Que el trabajo manual es malo.
También esta idea es una doctrina aceptada; de hecho, es uno de los principales apoyos para la doctrina de que hay demasiados agricultores. La emigración forzosa de los agricultores de sus granjas será más llevadera para la conciencia general si se puede sostener que la quiebra y la desposesión son formas de salvar a los agricultores de un trabajo que está por debajo de su dignidad.
No podemos pensar más que nos enfrentamos aquí con un dogma social indiscutible cuando una escritora tan fina como Jane Jacobs puede decir sin parpadear que “la recogida de algodón a mano es un trabajo miserable; conducir un recolector de algodón no lo es” (Las Ciudades y la Riqueza de las Naciones, 1984). (e) Hay que hacerse muchas preguntas y responderlas antes de permitir que esta aseveración se siga defendiendo. Wes Jackson tiene razón, sin duda, cuando insiste en que lo agradable o desagradable del trabajo del campo depende de la medida que se use: esto es, del tamaño del campo y del tamaño de la cosecha. Pero también necesitamos saber quién es el dueño del campo, necesitamos saber la experiencia y las expectativas de los trabajadores, y necesitamos conocer la destreza de los trabajadores y la calidad del trabajo. Después de tener en cuenta todo esto, podemos decir que probablemente cualquier trabajo agrícola es miserable, lo mismo si está hecho a mano que si está hecho con una máquina, cuando no tiene esperanza alguna desde el punto de vista económico, esto es, cuando no afianza al trabajador en una relación con la tierra trabajada que sea estable, digna y gratificante. Podemos decir que un trabajo manual en un campo pequeño que pertenece a quien lo trabaja, que luego puede esperar un beneficio económico adecuado, es probablemente menos mezquino que un trabajo mecanizado en un campo grande que pertenezca a otra persona. Podemos suponer también, con una cierta confianza, que el trabajo manual hecho en compañía de la familia y los vecinos podría ser menos miserable que un trabajo hecho a solas acompañado por el ruido constante de una máquina.
La realidad sigue siendo, desde luego, que millones de trabajadores manuales, incluyendo los agricultores que ahora están perdiendo sus granjas, han sido y están siendo sustituidos por máquinas. Muchas personas parecen suponer que este proceso de “ahorro de mano de obra”, la sustitución de las personas por máquinas, puede continuar indefinidamente en orden a una mejora sin fin de la suerte humana. Pero tenemos que seguir preguntándonos acerca de la posible necesidad, de la posible bondad y de la posible inevitabilidad del trabajo manual.
Tengo la sospecha de que, especialmente para los dueños de pequeñas propiedades como granjas, el trabajo manual puede hacerse más necesario a medida que se vayan encareciendo el petróleo y otras “inversiones industriales”. Creo también que, cada vez más, los agricultores van a considerar necesario recurrir a su propia mano de obra en tareas como la carpintería y la reparación de maquinaria en lugar de recurrir a unos trabajadores urbanos mucho más caros.
También sospecho que una considerable cantidad de trabajo manual puede seguir siendo necesaria por razones que no son económicas. Seguirá siendo necesario en los mejores cultivos porque los mejores cultivos tendrán que seguir apoyándose en esa atención a lo particular que va unida al uso de las manos; lo mismo, creo yo, va a pasar ocurrirá con una gran parte del trabajo de restauración de la tierra, y de eso vamos a tener que hacer un montón en el futuro.
A juzgar por nuestra epidemia de obesidad y de otras enfermedades de la vida sedentaria, y por la popularidad de los diversos empleos agotadores que produce el “movimiento a favor de una buena forma física”, pudiera ser que la mayor fuente de energía útil sin usar se halle ahora en el cuerpo humano. Acaso una tarea de la economía futura pudiera ser el darle un empleo digno a esta energía y recompensar su uso.
a) El texto inglés dice más expresivamente: “in Silicon Valley”. “Silicon Valley” es el nombre que se le da popularmente a una zona de California, entre San José y Palo Alto, conocida sobre todo por el desarrollo de sus industrias electrónicas y de ordenadores.
b) El texto inglés dice, literalmente, “on natural law”. Pero el concepto de “ley natural”, que sería la traducción espontánea en español de la expresión inglesa, es uno de los más complejos —y de los más manipulados— de la historia del pensamiento moderno, al menos en español. Nacido como concepto descriptivo en una particular concepción de la naturaleza en el marco de la cultura griega, ha servido a lo largo de la historia para expresar realidades bastante diferentes. Cf. M. B. Crowe, The Changing Profile of the natural Law, Nijhoff, The Hague,1977. “La ley de la naturaleza” a la que alude aquí Wendell Berry es, probablemente, la aplicación a la economía del darwinismo de la que ha hablado en los párrafos anteriores. Esa “ley natural” de selección del más poderoso es bastante deiferente de la “ley natural” de que hablan San Pablo o Santo Tomás, en contextos culturales enormemente diversos.
c) No es seguro que la traducción refleje los matices del inglés. El término que se traduce por frugalidad es “thrift”, que los diccionarios definen como “la cualidad de usar dinero y otros recursos cuidadosamente y no de un modo derrochador”. Éste término inglés, de origen al parecer en el noruego antiguo, está relacionado con el verbo “thrive”, que significa “florecer” o “prosperar”, y que aparece también en el texto. Hemos traducido por “prosperar”. Pero la conexión, espontánea en inglés, entre la “prosperidad” y la “frugalidad” se pierde inevitablemente en la traducción española.
d) La “Dust Bowl” designa una comarca de Oklahoma, Kansas y el norte de Texas que a comienzos de la década de 1930 fue afectada por una severa erosión del suelo, provocada sobre todo por tormentas de viento, que obligó a la emigración de muchísimas personas. “Dust bowl” como término genérico, literalmente, “tazón de polvo”, designa un área de tierra en la que se ha perdido la vegetación, y el suelo ha quedado reducido a polvo, y ha sufrido como consecuencia una severa erosión, como resultado de la sequía o de una práctica agrícola inadecuada.
e) Jane Jacobs, Cities and the Wealth of Nations, 1984.