Third edition, Eerdmans Grand Rapids, Michigan, 2012, pp. 1027-1029.
Traducción: varios autores. Para uso privado.
CAPÍTULO VEINTIUNO
M.Therese Lysaught & Joseph J. Kotva (EDS.), On moral medicine. Theological Perspectives in medical ethics.
Introduccción
Si la vida tiene “santidad”, ¿qué pasa con la muerte? ¿Cómo hay que comprender o imaginar la muerte? ¿Qué postura tendríamos que tomar con respecto a ella? ¿Qué actitudes o disposiciones son las apropiadas? Estas preguntas no son sencillas, pero las respuestas que les demos van a configurar cómo morimos y cómo cuidamos a las personas que están muriendo. De hecho, según Christopher Vogt y Vigen Guroian, esas respuestas van a ayudar a configurar cómo vivimos, porque el morir bien requiere una preparación que dura toda la vida.
La respuesta que nuestra cultura da al hecho de la muerte es, en el mejor de los casos, confusa. William May sostiene que tenemos dos respuestas básicas: ocultamiento y obsesión. Una edición anterior de esta obra, On Moral Medicine, lo decía de un modo ligeramente distinto: nos esforzamos, o bien por negar la muerte o por domesticarla. Hay pruebas más que suficientes de que respondemos a la muerte de todas estas maneras. Por ejemplo, Mary Baker Eddy (1821-1910), la fundadora de la llamada “Ciencia Cristiana” (Christian Science), probablemente negaba la muerte cuando la llamaba parte de la ilusión de que nuestra existencia es material. Puede sostenerse que las nociones populares de la inmortalidad del alma —“lo único que ha pasado es que ella se ha ido a un lugar mejor”—, hacen lo mismo. Incluso la práctica funeraria de hacer que el cuerpo parezca “natural” —es decir, que parezca como si la persona estuviera aún viva—, puede ser una negación o un ocultamiento del poder real de la muerte, como lo es por lo general esa expresión común de que nuestros “seres queridos” han “pasado a mejor vida”. La negación de la muerte es a veces visible también cuando las familias combinan la exigencia de que los médicos “hagan todo lo posible” con su esperanza de “un milagro”, independientemente de cuál sea el pronóstico médico.
Las pruebas de la obsesión se hallan en películas de gran presupuesto, en vídeo juegos, en el telediario de la noche, y hasta en cierta música popular. Nuestras películas están llenas de violencia y de muerte. El número de cuerpos muertos no para de crecer, cada vez con medios de matar más sofisticados tecnológicamente, y con descripciones cada vez más gráficas de los cuerpos destrozados. Muchos juegos de vídeo populares hacen lo mismo, sólo que en ellos los asesinos somos nosotros mismos. Las noticias del telediario de la noche suman los muertos de los asesinatos locales con los de las guerras que hay por el mundo. Y para algunos raperos, el tener su foco permanentemente puesto en la violencia y en la muerte no significa otra cosa que mayores ingresos por su música.
Los esfuerzos por domesticar la muerte pueden parecer muy diferentes unos de otros. Por ejemplo, algunos afirman que simplemente deberíamos aceptar la muerte como un acontecimiento “natural”, como un “hecho de la vida”, y como parte del “ciclo de la vida” para todas las criaturas mortales. Aceptar la muerte parece que es lo que hay que hacer si uno es realista y racional, ya que todas las cosas mueren.[1] ¿Pero no se aproximan demasiado estas explicaciones de la muerte a tratar a la persona humana como un organismo biológico? ¿Afrontan estas explicaciones la ruptura que constituye la muerte? ¿Tienen en cuenta estas explicaciones naturalistas, que nos han acompañado al menos desde los antiguos estoicos, que ni los salmistas ni Jesús afrontaron la muerte como un mero “hecho natural” (Salmos 22; 88; Mc 15, 34; Heb 5:7)? Más aún, ¿son esas explicaciones “naturales” de la muerte compatibles del todo con la vinculación que hace San Pablo entre muerte y pecado (Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 21-22)?
Un tipo diferente de domesticación de la muerte puede estar emergiendo entre un selecto grupo de científicos, que están luchando por prolongar la vejez durante décadas o incluso siglos.[2] Para este grupo, la vejez y la muerte que la sigue no son necesariamente algo “natural”, sino que forma parte de un sufrimiento que puede ser vencido mediante el desarrollo tecnológico. Un ejemplo de esta perspectiva es el ensayo de Aubrey D. N. J. de Grey, “El dilema de la urgencia: ¿es la investigación sobre la prolongación de la vida una tentación o un test?” (selección 73 de esta obra, On Moral Medicine), que se halla en nuestro capítulo once, “El envejecimiento y los ancianos”. Es cuando menos plausible el leer semejantes esfuerzos por dominar el fenómeno del envejecimiento y la muerte como una forma de domesticación, no porque la muerte sea “natural”, sino porque la tenemos bajo nuestro control.
Si nuestra sociedad trata con la muerte en gran medida mediante el ocultamiento, la negación, la obsesión y la domesticación, las lecturas de este capítulo nos invitan a considerar cómo los cristianos deberíamos acercarnos a la muerte. La Escritura nos ofrece aquí un lugar vital para esta conversación (selección 135). El Salmo 88 el más triste de los lamentos. El hablante, aparentemente enfermo desde su infancia, está sufriendo la proximidad de la muerte. Las últimas palabras del Salmo son “mi compañía son las tinieblas”. La muerte y la tiniebla parecen tener la última palabra. El terror de la muerte se extiende más allá de la terminación de la existencia; la muerte amenaza con deshilachar el significado de la vida, con destruir las relaciones, con traer el caos.[3] En cambio, el Salmo 22, las palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, es más típico de la lamentación bíblica. El hablante da una expresión elocuente al miedo, al sufrimiento, al abandono y a la posible muerte: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Pro el Salmo oscila entre el sentimiento de pérdida, de dolor, de estar destrozado, y las expresiones de confianza en Dios, terminando con una afirmación segura de que Dios gobierna, y se puede contar con que librará a su pueblo.
En los dos textos del Nuevo Testamento incluidos aquí (Romanos 8, 18-39; y 1 Corintios 15: 20-26. 36-57), el Apóstol San Pablo enmarca el sufrimiento y la muerte con la confianza en el amor de Dios y con una expectación de resurrección. San Pablo supone que la fidelidad a Cristo puede incluir dolor, sufrimiento, y muerte, y habla de los quejidos de la creación. Como en los Salmos, el poder de la muerte se reconoce frontalmente. Pero hay una confianza en que Dios, por medio de Cristo, es capaz de sostenernos hasta en el paso por la muerte. Hay, más aún, una anticipación de la resurrección. San Pablo no niega la muerte afirmando una inmortalidad del alma. Su confianza no está en la inmortalidad del alma, sino en el poder de Dios. Seguimos siendo unos sujetos encarnados, y el poder de la muerte es finalmente vencido por Dios mediante Cristo en la resurrección.
La selección 136, de Nicholas Wolterstoff, Lamento por un hijo, no oculta la muerte, ni la niega, ni la domestica ni se obsesiona con ella. En cambio, Wolterstoff, como San Pablo, tiene confianza en que la última palabra le pertenece a Dios, una convicción que le permite afrontar la realidad y el horror de la muerte de su hijo. Según Walterstoff, un cierto tipo de duelo refleja una calidad de carácter que se corresponde con el Reino de Dios. Esas personas, dice, han alcanzado a vislumbrar el reino de Dios y, por tanto, “todo su ser duele anhelando la venida de ese día, y […] se les saltan las lágrimas cuando se ven confrontados con su ausencia”. Wolterstoff ve a Jesús alabando a quienes tienen el valor de sentir y hacer duelo por las heridas de la humanidad, pero este duelo está enmarcado por la certeza de que el día bueno de Dios ya está viniendo.
En “El poder sagrado de la muerte en la experiencia contemporánea (selección 137), William F. May subraya la pobreza, tanto de evadirse como de obsesionarse con la muerte. May discierne en ambas tendencias el carácter religioso de la muerte, ya que ambas tendencias son reacciones al hecho de que la muerte confunde siempre el esfuerzo humano por dominarla. Desgraciadamente, la Iglesia ha conspirado a veces con la cultura de nuestro tiempo en su intento de negar, domesticar o dominar la muerte. No obstante, mirando a la muerte y resurrección de Jesús, May encuentra recursos para que la Iglesia pueda tratar de manera honesta con el poder real y amenazante de la muerte y para desarrollar unas conductas adecuadas en relación a quienes están muriendo.
El ensayo ya clásico de Paul Ramsey, “La indignidad de la muerte con dignidad” (selección 138), se confronta especialmente con la tendencia a domesticar la muerte como algo “natural”. Detrás del slogan “muerte con dignidad”, Ramsey encuentra unas ideologías sospechosamente hospitalarias con respecto a la muerte. Ramsey insiste en que la muerte tiene que ser considerada como un enemigo. La muerte es un mal. Puede ser “un buen mal” si nos enseña a emplear nuestros días con un norte y un sentido, pero sigue siendo un mal. Por añadidura, la muerte no tiene dignidad por sí misma; más bien, es precisamente porque la muerte es una indignidad, por lo que algunos desearían aportar dignidad al proceso de morir. Pero incluso entonces la muerte sigue siendo un enemigo, un insulto al carácter encarnado e insustituible de las personas humanas y de sus vidas. Olvidarse de que la muerte es un enemigo es disminuir el valor de cada persona.
Una crítica potencial a Ramsey es que esa manera de comprender la muerte sirve de apoyo a las prácticas que tratan de preservar la vida tecnológicamente todo lo que sea posible. Es decir, el énfasis de Ramsey en que la muerte es una indignidad podría servir de apoyo a los esfuerzos por dominar o domesticar la muerte mediante la tecnología médica. Oliver O’Donovan afronta esta cuestión en su trabajo “Mantener unidos el cuerpo y el alma” (selección 139). El razonamiento de O’Donovan es complejo, pero es central a su tesis la afirmación de que la estrategia apologética de Ramsey de abstenerse de un contenido teológico explícito “privaba a sus afirmaciones del horizonte íntegro de donde reciben su poder interpretativo”. O’Donovan sostiene que esta estrategia apologética resulta en una atención inadecuada a la relación entre pecado y muerte, y por ello no puede situar de manera apropiada la coherencia de la unión de alma y cuerpo dentro de la afirmación cristiana de la resurrección. Ramsey, dice O’Donovan, se presta a ser mal interpretado; uno podría creer que Ramsey apoya el tratar de dominar la muerte porque evita usar el lenguaje teológico —especialmente la referencia a la muerte y la resurrección de Jesucristo—, que es necesario para que su argumento tenga fuerza y sea convincente. Por supuesto, uno puede devolverle a O’donovan el interrogante, preguntándole si nosotros no sacrificamos nuestra capacidad para hablar con nuestros prójimos no cristianos acerca del significado de la muerte cuando enmarcamos la cuestión en unos términos cristianos tan explícitos.
Aunque comparte el lenguaje teológico especialmente evidente en May y en O’Donovan, el extracto de Christopher Vogt, “El bien morir en una perspectiva histórica” (selección 140), amplía el marco de esta discusión al preguntarse “cómo vivir la propia vida entera de un modo que estemos preparados para la muerte”. Al pasar revista a la tradición del Ars Moriendi (“el arte de morir bien”) de los siglos dieciséis y diecisiete, Vogt se centra en el desarrollo a lo largo de toda la vida de varias virtudes. Está particularmente atento al papel decisivo de la esperanza, de la compasión y de la paciencia para morir bien. Vogt presta igualmente atención a las convicciones (tales como estar centrado en la misericordia de Dios) y a las prácticas (tales como el perdonar los pecados de otros, el hacerse presente a los que están muriendo, y el recordar la propia condición mortal), que ayudan a formar esas virtudes. A través de su recorrido histórico, Vogt nos invita a considerar una aproximación cristiana a la muerte que supone unas interconexiones profundas entre el modo como vivimos, lo que creemos, lo que llegamos a ser y el modo en que morimos.
El ensayo de Vigen Guroian, “Aprender a morir bien: lecciones de la Iglesia Antigua” (selección 141), se hace eco de la preocupación por una formación de la virtud a lo largo de la vida entera a la hora de encontrarse con el sufrimiento y la muerte. Guroian observa que la ética médica trata muy rara vez de la formación del carácter, y cuando lo hace, el foco está por lo general en el personal médico. Pero mucho de lo que constituye el morir bien —en libertad, en fe, en fortaleza, valor, paciencia y esperanza—, depende de los recursos religiosos y morales del paciente, no simplemente del marco sanitario o de las destrezas de quienes lo atienden. Mediante los sacramentos, la oración y la predicación, la Iglesia puede ayudar a las personas a adquirir las convicciones y las virtudes que les capacitan para morir una buena muerte.
Guroian introduce un elemento sumamente interesante en el debate: “Los escritores cristianos orientales emplean metáforas tomadas de la medicina para explicar la salvación”. Según Guroian, la utilización de las metáforas médicas para la redención tiene el efecto de afirmar el valor de la medicina y a la vez de limitar ese valor. Concebir el acto redentor de Dios en Cristo como una especie de “terapia divina” que remedia los efectos del pecado y cura una enfermedad mortal, afirma el valor de la ciencia médica al mismo tiempo que le concede un espacio limitado para contribuir a una vida sana y llena de sentido. La metáfora afirma implícitamente el papel de la medicina a la hora de sostener nuestra existencia terrena, pero la metáfora nos recuerda también que es Dios en Cristo quien nos ofrece en último término la curación y la salud mediante la cruz y la resurrección, y que incluso la muerte puede ser “una medicina de salvación”.[4]
Las lecturas de esta sección provocan muchas cuestiones prácticas: ¿Cómo vemos la muerte? ¿Cómo tendríamos que tratar a quienes están muriendo? ¿Y qué tipo de medicina es que les sirve mejor? Pero incluso más allá de provocar tales preguntas, estas lecturas nos invitan a pensar la muerte como cristianos, en términos teológicos, y a reconocer la relación profunda que hay entre cómo vivimos y cómo morimos. Aún más allá, las lecturas nos desafían a afrontar las amenazas reales de la muerte, en cuanto alienación de la carne, de la comunidad y de Dios, sin tener que recurrir al ocultamiento, a la negación o a la domesticación de la muerte, o a la obsesión con ella. Y nos urgen a una comprensión renovada del papel de la Iglesia, tanto en el cuidado de quienes están cerca de la muerte como en la tarea de configurar un tipo de personas que están preparados para morir bien.
[1] Roy Branson, “Is Acceptance a Denial of Death? Another Look at Kübler-Ross, Christian Century 92, no. 17 (May 7, 1975), 464-468.
[2] Véase Ben C. Mitchell, “The Quest for Immortality”, en C Ben Mitchell, D. Robert Orr, and A. Susan Salladay (eds.), Aging, Death, and the Quest for Immortality, Eerdmans, Gran Rapids, 2004, pp. 153-162.
[3] Véase también Allen Verhey, “Meditation: Is the Last Word “Darkness?” en Allen Verhey (ed.), Religion and Medica Ethics: Looking Back, Looking Forward, Eerdmans, Grand Rapids, 1996, pp. 146-150.
[4] Vale la pena comparar la apelación que hace aquí Guroian a la metáfora de la medicina y la discusión del Capítulo Uno, más arriba, en el texto de George Khushf, acerca de la conexión analógica entre la medicina y las afirmaciones cristianas: “La enfermedad, el problema del mal, y la estructura analógica de la curación” (selección 3).
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