Se cumplen 130 años del nacimiento del insigne autor francés, lamentablemente desconocido hoy.
El autor del texto es monseñor Javier Martínez, arzobispo de Granada (España), y ha sido cedido para su publicación a Aleteia
El texto que sigue está escrito en la primavera del 1977, con la intención de presentar brevemente el pensamiento de Georges Bernanos a los treinta años de su muerte, y para despertar la conciencia de algún editor católico a que publicase algunos de sus ensayos, y especialmente Los grandes cementerios bajo la luna.
El intento, como es obvio, no tuvo mucho éxito entonces. Pero he dejado intacto el texto que entonces escribí. En él aparece, por ejemplo, una preocupación por el marxismo que pudiera parecer que en el 2017 tiene menos sentido que en 1977.
Insisto en lo de “pudiera parecer”. Porque aunque la atracción por el marxismo o por el comunismo no está hoy de moda, y hasta sería en muchos ambientes algo políticamente incorrecto, la tan cacareada “caída del marxismo” tiene mucho de mito, y pertenece a la especie de los ansiolíticos.
Lo malo de ese mito no es sólo que la supuesta “caída” del marxismo parece justificar de forma absoluta a su hermano gemelo el liberalismo, sin dejar lugar a ningún esfuerzo de pensamiento. También es pernicioso que nos haga olvidar las cosas que el marxismo (aparte de sus errores, y con independencia relativa del uso que hayan hecho de él los políticos), tiene de verdadero, tanto en la crítica social y en la crítica a cierto tipo de religión como en su concepción de lo humano.
Y me refiero, por ejemplo, a la importancia dada al trabajo y a la organización del trabajo, y por lo tanto, también al cuerpo, en la formación de las categorías morales. Ahí Marx está mucho más cerca de Santo Tomás, de San Juan Pablo II y del Papa Francisco que ciertos neo-tomistas contemporáneos que no saben leer a Santo Tomás si no es a través del filtro de Kant y de Descartes.
Mucho más verdad que la historia esa de la caída del marxismo es que los supuestos liberales de hoy se han vuelto materialistas (o ha sacado a la luz el materialismo y el nihilismo que el liberalismo llevaba en sus entrañas no menos que el marxismo los llevaba en la boca), y que el marxismo, por tanto, se ha hecho innecesario.
Los “podemitas”, por poner sólo un ejemplo, no son sino el ala radical de la misma cultura dominante que profesan, más o menos vergonzantemente, todos los demás, y las llamadas derechas lo mismo que las izquierdas. Los partidos políticos son sólo marcas distintas de la misma cultura, que casi sólo se diferencian en las siglas y en un cierto grado de impaciencia y de descaro.
Si al mismo tiempo, los métodos de exterminio masivo de una población se han sofisticado extraordinariamente hasta pasar inadvertidos y poder contar con la complicidad inconsciente de las víctimas, y si el poder de la propaganda es hoy infinitamente más sutil y eficaz que lo era en la primera mitad del siglo veinte, uno comprende que la problemática para un cristiano que ha de vivir en este mundo no ha cambiado demasiado desde los tiempos de las grandes dictaduras.
La colonización de la Iglesia en Occidente por la modernidad agonizante sigue su camino, y a banderas desplegadas. Y la religión del estado-nación como referencia última —a pesar de que su credibilidad moral ya es prácticamente nula—, ha sustituido por todas partes en la mentes y en los corazones a un cristianismo tan voluntarioso como vacío de sustancia humana, a una fe que se pierde sin tragedia.
En este contexto, el pensamiento de Bernanos, con su afirmación inflexible de la vocación divina de los hombres, su certeza teologal del triunfo final de la gracia (su esperanza, diremos, tan distinta del optimismo de consumo), y su rechazo de todo compromiso con el espíritu del mundo (tenga el color que tenga), puede decirse que hasta es hoy más actual y más provocador que lo era en su tiempo. Y que lo era en 1977.
Por ello quizás esta breve introducción, a pesar del cambio de circunstancias, puede seguir siendo útil. De todas formas, quiero terminar esta pequeña actualización de aquel texto con tres pequeños pasajes de Bernanos, y con una anécdota suya, que creo expresan bien, sintéticamente, algunos rasgos de su personalidad cristiana, que no siempre se perciben adecuadamente si uno aísla de su contexto histórico y del sentido global de su obra algunas frases o párrafos del polemista ardiente, del niño grande —siempre apasionado, siempre noble— que fue Bernanos.
El primero está tomado de la edición que Jean-Loup Bernanos, hijo del autor, hizo en 1970 de La France contre les robots. Allí precede a los Textes inédits (p. 143), pero el editor no dice de dónde lo ha tomado. No importa. El texto es sumamente expresivo:
“La gente se imagina que amo la soledad en sí misma, por orgullo, por misantropía, a causa de las decepciones, ¿qué sé yo? … Gracias a Dios, no soy lo bastante piadoso como para despreciar a los hombres, y querer llegar a mi salvación completamente solo. Por supuesto que pertenezco, y con toda mi alma, al doloroso rebaño de los hombres. Quisiera saber amarlos lo suficiente como para com-padecer con ellos sus miserias, y no para utilizarlas, ni siquiera con fines edificantes.”
El otro texto, relativamente conocido, proviene, según algunos, de una dedicatoria manuscrita, según otros de la carta a un amigo. En todo caso desvela una faceta fundamental del corazón de Bernanos. Dice así:
“Cuando yo muera, decidle al dulce reino de la tierra que le he amado mucho más de lo que nunca me atreví a confesar.”
Esta dedicatoria nos habla de amor al mundo. Y es el amor al mundo —y a su destino, carnal y espiritual, temporal y eterno, lo que provoca su denuncia, su rabia, su ternura.
Una de las claves más profundas de su pensamiento —y de su juicio sobre el mundo moderno— se halla en este pasaje del Diario de un cura rural:
”Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. Lo difícil es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo, como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo.”
“Amarse humildemente a sí mismo…” Amor al mundo. Sin condiciones, sin exigir nada a cambio, sin concesiones a ningún tipo de utilitarismo o de pelagianismo. La anécdota nos devuelve al primero de los tres textos citados aquí. Y nos revela algo de lo más profundo del alma de Bernanos. Algo de aquello que le conecta misteriosamente con la Santa Agonía de Jesús, con Santa Teresa de Lissieux y con su ofrecimiento al Señor a cambio de la salvación de aquel condenado a muerte que no había querido confesarse…
Bernanos encargó alguna vez la celebración de una Misa por un difunto. El sacerdote le preguntó que si era un pariente suyo fallecido. Y el escritor respondió que no, que era un amigo. Y cuando el sacerdote le preguntó que cómo se llamaba su amigo para ofrecer la Misa por él, Bernanos le respondió: Judas Iscariote.
—
Georges Bernanos es un autor poco conocido entre nosotros. De su obra literaria, el público conoce sobre todo “Diálogos de Carmelitas”, gracias a la difusión en TV de la versión cinematográfica del drama, pero sus novelas han tenido una difusión más restringida. Sólo esa obra maestra que es el Diario de un cura rural es más conocida, sobre todo entre el clero. En todo caso, sus ensayos, artículos y conferencias son totalmente desconocidos, con lo que nuestra cultura se ve privada de uno de los pensamientos católicos más vivos de nuestro siglo.
Cuando en 1954 Hans Urs von Baltasar prologaba su extenso estudio sobre Bernanos, escribía: “Si escribo este libro es, en primer lugar, porque nadie lo ha hecho hasta ahora; y luego, porque pudiera ser que entre los grandes escritores católicos haya más pensamiento vivo, capaz de propagarse al aire libre, que en nuestra teología actual, un poco corta de aliento y que se contenta con poco gasto”.
Por eso “un clérigo no pierde sin duda el tiempo al interesarse por este testimonio vivido de un gran cristiano”. El mismo Urs von Baltasar ha traducido y editado en alemán varias obras de Bernanos y una selección de su correspondencia.
El 5 de julio del 1978 hacen treinta años de la muerte de Bernanos. Esos treinta años no han hecho perder actualidad a su voz de profeta; los peligros que entonces acechaban a la cristiandad han ido agravándose; y, si su palabra ha podido ganar nuevas resonancias con el paso del tiempo, el tiempo se ha encargado de darle la razón, haciendo ver con más claridad la urgencia de unas verdades que proclamó con todas sus fuerzas, y de las que su obra entera quiere ser tan sólo un testimonio.
Un único tema llena toda su obra de ensayo, a la que terminó sacrificando su vocación de novelista: la situación del cristianismo en el mundo moderno. Ese mundo moderno que se muestra orgulloso de sí mismo, satisfecho aparentemente de sus logros, pero que esconde bajo su orgullo un secreto odio de sí, una impotente angustia que hace del hombre moderno un fugitivo constante de sí mismo.
Ante esa realidad, Bernanos no ve para el hombre sino una posibilidad de salvación: la restauración de la cristiandad. “La cristiandad ha hecho a Europa —escribe en 1938—. La cristiandad ha muerto. Europa va a reventar, es así de simple”.
Sólo el cristianismo puede devolver al hombre la conciencia de su dignidad sobrenatural, y librarle así de todos los envilecimientos con que una civilización basada en la dictadura del Provecho le amenaza. La vocación sobrenatural de los hombres. Llamados a ser divinitatis consortes, “consortes de la divinidad”, como se dice en la Misa: ése es el punto fijo de referencia desde el que Bernanos abordará todos los problemas.
Desde él se enfrentará valientemente con el fascismo, con el marxismo, con el egoísmo de una opinión católica mediocre, con una cierta política eclesiástica siempre dispuesta a vender su primogenitura por un plato de lentejas.
Este simple hecho hace ver toda la frescura que Bernanos puede aportar ahora mismo al pensamiento católico. En los medios en los que se critica al marxismo, no es infrecuente que se haga desde unas categorías que se parecen a las del marxismo como un guisante a otro guisante.
En otros ambientes, se considera que la causa del cristianismo está perdida a no ser que éste se presente en un ropaje marxista, o que se alíe simplemente al comunismo. Bernanos no entrará jamás en esa falsa dialéctica. Tanto en una posición como en otra, él verá siempre una impostura, una claudicación de los cristianos ante las categorías del mundo moderno, que ha perdido de vista la vocación sobrenatural del hombre y ha abierto así las puertas a todas las esclavitudes.
“Después de dos mil años de Cristiandad, un cristiano debería poder vivir al aire libre; los cristianos deberían poder vivir la vida de la cristiandad. Pues bien, desde hace dos o tres siglos, hasta vuestro vocabulario es el de una ciudad sitiada, el de una isla batida por las olas. Es un vocabulario de conservación, de defensa, de ayuda mutua, de cooperación, es todo lo que queráis menos un vocabulario de Conquistadores. Y, sin embargo, el pueblo cristiano es un pueblo conquistador…” (Nous autres Francais, pp. 67-68).
Si el pueblo cristiano tiene hoy, ante el mundo moderno, un enorme complejo de inferioridad, que le hace divinizar ese mundo y someterse a todos sus juegos, es justamente porque ha perdido la conciencia de su vocación sobrenatural —él mismo pertenece a ese mundo—, ha perdido la fe en el poder de la gracia y la confianza en su propia misión.
“Cristianos sin cerebro, pobres curas sin conciencia, aterrados ante la idea de que se les pueda considerar reaccionarios, os invitan a cristianizar un mundo que se organiza deliberadamente, abiertamente, con todos los recursos, para prescindir de Cristo; para asegurar una justicia sin Cristo, una justicia sin amor, la misma en nombre de la cual el Amor fue azotado y clavado en una cruz. Jóvenes, pienso que hay muchos entre vosotros que sois realmente cristianos, que vivís vuestra fe. Se apela a vosotros en nombre de la justicia, y así es como se ejerce sobre las conciencias el chantaje ante el que tiemblan hoy esos desgraciados de los que acabo de hablar; que tal vez no carecen de virtud ni de celo, pero sí de carácter; y que, sin darse cuenta, manifiestan la misma ceguera, y cometen la misma falta que aquel otro clero del siglo XIX que, en nombre del orden, terminaba concediendo a la burguesía una especie de derecho divino. Como ahora el poder ha cambiado de manos, ésos de los que hablo dejan que se forme la idea de otro derecho divino, el del proletariado. Reconoceréis el árbol por sus frutos, eso es lo que nos enseña la Escritura. Reconocemos a un cierto tipo de justicia por sus frutos, incluso cuando se adorna con el nombre de justicia social. (…) La justicia que no es según Cristo, la justicia sin amor se convierte pronto en una bestia rabiosa” (La Liberté, pour quoi faire?, pp. 165-167).
En otros casos, los cristianos se contentan con acusar al mundo, con lamentarse estérilmente. Tras ese lamento, Bernanos no puede ver sino una confesión de impotencia.
“Digo, y repito, y no me cansaré de proclamar que el estado actual del mundo es una vergüenza para los cristianos. ¿Acaso el sacramento del bautismo les habrá sido conferido simplemente para permitirles juzgar desde arriba, con desprecio, a los desgraciados incrédulos que, a falta de algo mejor, se empeñan en una empresa absurda, esforzándose inútilmente por instaurar con sus propios medios un reino de justicia sin Justicia, una cristiandad sin Cristo? Nos pasamos la vida repitiendo, con lágrimas de impotencia, de pereza y de orgullo, que el mundo se descristianiza. Pero el mundo no es quien ha recibido a Cristo —non pro mundo rogo, “no ruego por el mundo”—, somos nosotros quienes lo hemos recibido para dárselo a él, es de nuestros corazones de donde Dios se retira, ¡somos nosotros los que nos descristianizamos, miserables!” (Nous autres Francais, p. 36).
“Sabemos perfectamente que una implacable solidaridad liga en el mundo a los creyentes con los no creyentes, y que el nivel de la impiedad sube en la proporción exacta, en la estricta medida en que desciende, entre los cristianos, el nivel de la Caridad Divina”. (La France contre les Robots, p. 182).
No basta con condenar “en nombre de la Letra de una Ley cuyo Espíritu no se ha conseguido hacer triunfar”, es preciso testimoniar con nuestra vida, arriesgar nuestra vida por el Evangelio:
“Si no damos testimonio de las verdades reveladas, ¿de qué sirve llamarnos cristianos? Es verdad que los acontecimientos terminarán infaliblemente por demostrar que la Revelación tiene razón. Pero nuestro desafío y nuestro honor consisten precisamente en sacrificar nuestras reputaciones y nuestras vidas para que las experiencias del Mal no lleguen demasiado lejos. El Señor no nos ha enviado por el mundo para que le declaremos, después de consumada la catástrofe: ¡Ya os lo habíamos dicho!” (Carta a Charreyre, abril de 1946).
Incluso los textos más polémicos de Bernanos, incluso sus críticas más amargas a la Iglesia se sitúan en esta perspectiva, y hay que comprenderlos siempre desde más allá de lo anecdótico. Un rasgo muy importante a tener en cuenta en esas críticas es que Bernanos jamás critica a la Iglesia desde fuera, como es tan común hacerlo hoy. Las críticas que él se siente en la obligación de hacer para “salvar el honor cristiano”, le incluyen siempre a él mismo, y le destrozan el alma.
Esas críticas —muy duras a veces— irán siempre dirigidas a aquellos que hacen que se blasfeme del nombre de cristiano, a los que venden de uno u otro modo la pureza del mensaje sobrenatural y la esperanza de que es portadora la Iglesia. Nunca se dirigirán a la Iglesia misma, sino a los que la traicionan con su impostura o se sirven de ella para sus fines humanos. Nunca pondrá una distancia entre su dolor y el dolor de la Iglesia.
“Ellos (se refiere a los cristianos de lo que él llama “el partido clerical”) no se plantean nunca la pregunta familiar a cualquier cristiano, siempre que no sea un cobarde o un imbécil: ¿Qué opinión puede hacerse de Cristo y de su doctrina el hombre de buena voluntad que me observa y sabe que soy cristiano? —Tengo vergüenza de ellos, tengo vergüenza de mí, tengo vergüenza de nuestra impotencia, de la vergonzosa impotencia de los cristianos ante el peligro que amenaza el mundo” (Scandale de la verité, p. 64).
“Cuando yo hablo de las masas católicas me juzgo con ellas, no soy sino una unidad en el conjunto” (Le Chemin de la Croix-des-Ames, diciembre de 1940, p. 69).
Los textos podrían multiplicarse fácilmente. Sus críticas a la iglesia, lejos de separarle de ella, le llevan a cargar con su cruz, a ahondar constantemente en el misterio de su destino temporal. Bernanos sabe perfectamente que la pertenencia a la Iglesia es su único tesoro:
“Si se me expulsase de la Iglesia, no sabría vivir cinco minutos fuera de ella; volvería a entrar inmediatamente, con los pies descalzos, desnudo, con la cuerda al cuello, en las condiciones que quisierais imponerme, ¿qué más da? (…) Privado de fe, no hubiera podido vivir un minuto, concebir un solo pensamiento, ni mover el dedo meñique” (Nous autres Francais, pp. 225-227).
Por otra parte, no es posible hacer de Bernanos la bandera de un partido o de un color. Su combate era un combate por la verdad, viniera de donde viniera. Es cierto que una buena parte de sus invectivas se las llevan los “bien pensantes”, los hombres de orden, los cristianos “de derechas”. Tal vez porque él mismo pertenecía a ellos, y su defección le duele en lo más vivo.
Pero no son los únicos, ni mucho menos. Los cristianos que simpatizan con el comunismo —y no digamos los sacerdotes— reciben, cuando menos, el apelativo de imbéciles. Suya es también esta declaración, que en boca de otro autor provocaría sonrojo en ciertos ambientes:
“La Iglesia tiene un papel inmenso que jugar. Lo jugará, más pronto o más tarde, se verá forzada a jugarlo. Porque la Iglesia ha condenado ya al mundo moderno, en una época en que resultaba difícil comprender las razones de una condenación que los hechos ahora justifican todos los días. El famoso Syllabus, por ejemplo, que los demócrata-cristianos de hoy son demasiado cobardes como para atreverse a mencionar, pasó en su tiempo por una especie de manifestación puramente reaccionaria. Hoy aparece como profético” (La Liberté, pour quoi faire? pp. 145-146).
Una última observación. La renovación de la Iglesia que Bernanos espera, no la espera de unos programas de acción, de una mejor propaganda o de unos mejores medios de comunicación, ni de unas reformas “estructurales”, sino de los santos. El mundo moderno cree poder prescindir de los pobres y de los santos, pero “por cada santo de menos tendréis cien monstruos de más”.
“Es muy bonito poner sobre el papel programas sociales. Pero lo importante es saber qué clase de hombres vais a meter dentro” (Nous autres Francais, p. 241).
“Los moralistas suelen considerar la santidad como un lujo. Es una necesidad. Mientras la caridad no se ha enfriado demasiado en el mundo, mientras el mundo ha tenido su cuenta de santos, algunas verdades han podido olvidarse. Hoy reaparecen como la roca en la marea baja. Es la Santidad, son los santos los que mantienen esta vida interior sin la que la humanidad se degradará hasta perecer” (La Liberté, pour quoi faire? p. 230).