Third edition, Eerdmans Grand Rapids, Michigan, 2012, pp. 1079-1081.
Traducción: varios autores. Para uso privado.
CAPÍTULO VEINTIDOS
M.Therese Lysaught & Joseph J. Kotva (EDS.), On moral medicine. Theological Perspectives in medical ethics.
Introducción
Pocas cuestiones en la ética médica son tan conflictivas como la del suicidio asistido por un médico (en inglés, conocido con las siglas PAS, physician assisted suicide) y la eutanasia.[1] Según el Pew Forum on Religion & Public Life, el público americano está dividido por la mitad en relación con el suicidio asistido por un médico, con una pequeña mayoría a favor o en contra según como se formule la pregunta. Así, por ejemplo, cuando se hace la estadística, el público respondía menos favorablemente a la idea de unos médicos que ofrecen a los enfermos terminales el “suicidio” que a la de unos médicos que ofrecen a los enfermos terminales “los medios para terminar sus vidas”.[2] Igualmente, otro estudio concluía que la opinión pública cambiaba según que la pregunta estuviese formulada en términos de “elección individual” o en términos de “santidad de la vida”.[3]
Quienes proponen el suicidio asistido por un médico se apoyan la mayoría de las veces en dos argumentos: la autonomía y la compasión. El compromiso con la autonomía significa que cada individuo es libre de establecer su dirección en la vida, libre para disponer de sí mismo como mejor le parezca. Dado este compromiso, deberíamos respetar los deseos de una persona en el ejercicio de sus facultades para acabar con su vida, sobre todo cuando esa persona está terminalmente enferma y está sufriendo grandemente. De hecho, se sostiene a veces que el derecho a la autonomía incluye el derecho a morir.
No es claro qué es lo que ese derecho a morir podría implicar. Por ejemplo, ¿se limita al derecho negativo de que otros no interfieran con la propia muerte? ¿O significa un derecho positivo a tener asistencia para darse uno mismo la muerte? Otros defienden que tal derecho no existe. ¿Cómo puede uno tener derecho a acabar con la propia vida, que es aquello de lo que dependen todos los demás derechos? Todavía otros ponen en cuestión que la autonomía sea el valor supremo en esas circunstancias. ¿No pudiera ser que los valores que tienen que ver con el carácter sagrado de la vida, con la posición del individuo frente a Dios, y con nuestro compromiso de unos para con otros en la comunidad, tengan el mismo peso aquí, o incluso más, que la autonomía?
La apelación a la compasión se apoya en una cierta comprensión de cómo tendríamos que responder al sufrimiento humano. Quienes proponen el suicidio asistido ven la compasión como un compromiso absoluto de eliminar el sufrimiento, incluso si eso significa en último término eliminar al que sufre. Las personas que está terminalmente enfermas y están sufriendo tienen que ver su sufrimiento aliviado, hasta el punto de ayudarles a que acaben con sus propias vidas. La compasión exige que les ayudemos de esta manera a acabar con su propio sufrimiento.
Otros defienden que este modo de ver las cosas malentiende la compasión. Sostienen que la compasión es antes que nada un compromiso a estar junto al que sufre, un compromiso a compartir la carga del sufrimiento. Mientras que la compasión se esfuerza con razón por mitigar el sufrimiento humano, servirse de la eutanasia o ayudar a alguien a cometer suicidio es abandono, no compasión. En esta perspectiva, la compasión es una afirmación de interdependencia que lucha contra la tendencia del sufrimiento de aislar al que sufre.
La retórica que rodea al suicidio asistido es con frecuencia enardecedora. Por ejemplo, Barbara Coombs Lee, presidenta ex officio de la organización “Compassion and Choices” (oficialmente, The Hemlock society), describe la atención médica terminal típica como una “tortura médica” que nos viene impuesta por “el complejo que constituye la industria médica”. Según Barbara Lee, “la rutina estándar es torturar a quienes están en el proceso de morir imponiéndoles una multitud de productos químicos tóxicos, una maquinaria invasiva y unas dolorosas intervenciones quirúrgicas”.[4] Para añadir aún más al insulto, gastamos enormes sumas de dinero en el final de la vida con pocos resultados que podamos mostrar en términos de supervivencia. Esto es un “paradigma cultural” para el modo de morir que le roba a las personas su dignidad, y necesitamos por tanto un sistema sanitario que pague a los médicos “para hablar con usted acerca de unos finales pacíficos cuando la muerte es inminente”: esto es, necesitamos un suicidio asistido que esté legalmente reconocido y que sea compensado económicamente.
No es sorprendente que la descripción que hace Lee de la atención al paciente terminal como “tortura” provoca una respuesta ardiente. Por ejemplo, Wesley J. Smith acusa a Lee de “sembrar pánico”, de malinterpretar las preocupaciones que guían las decisiones políticas, y de calumniar a los médicos. Según Smith, “Compassion and Choices” —y particularmente Barbara Lee— se niegan a ofrecer medida o criterio alguno con los que determinar cuando alguien está en una “insoportable agonía”, y en el fondo, medio en secreto, rechaza las directrices, ya inadecuadas, establecidas por los estados de Washington y de Oregón.[5] También aquí, la retórica que rodea el asunto de la eutanasia y el suicidio asistido es apasionada y ardiente.
¿Cómo tendrían que pensar los cristianos acerca de estas cuestiones? Los cristianos han hecho por lo general una distinción entre el matar y el permitir la muerte, entre precipitar la muerte y no luchar más contra su llegada (véase el capítulo 23 de esta misma obra, “Aceptar la muerte”). En el marco de esta distinción, retirar o negar un tratamiento es a veces permisible como un reconocimiento de que la muerte se está acercando, pero provocar la muerte, tal vez dando más narcóticos de los que son necesarios para controlar el dolor, es algo ilícito. Con frecuencia, especialmente en círculos católicos, esta distinción tiene que ver con la diferencia entre un tratamiento “ordinario” y un tratamiento “extraordinario”. Uno está obligado a utilizar el tratamiento ordinario, pero un tratamiento que es desordenadamente oneroso es considerado “extraordinario”, y no es por lo tanto obligatorio. La “Declaración sobre la eutanasia” de Juan Pablo II (disponible en el sitio web de la Santa Sede),[6] se ajusta a este paradigma.
Si el rechazo del suicidio asistido y de la eutanasia han sido una posición típica de los cristianos, el clarividente artículo de Richard McCormick, “El suicidio asistido por un médico: la huida de la compasión” (selección 142), sugiere cinco tendencias culturales que van empujando en la dirección contraria. De manera concreta, McCormick señala la ascendencia de la autonomía, la medicina que se convierte cada vez más en un servicio que se contrata, una gestión inadecuada del dolor, los debates públicos que mantienen que la nutrición/hidratación tienen que continuarse siempre, y las presiones financieras para cuidar de los ancianos y de los enfermos crónicos. Dadas estas tendencias, dice McCormick, no es sorprendente que muchos vean el suicidio asistido por un médico como una opción preferible. Estas tendencias son hoy mucho más prominentes e influyentes que cuando McCormick escribió su artículo en 1991.
En el artículo “Los argumentos a favor del suicidio asistido por un médico” (selección 143), James F. Keenan nos ayuda a considerar otro factor que empuja hacia el suicidio asistido: los casos que se convierten en símbolos.a Keenan mira a un cierto caso típico al que se recurre para defender el suicidio asistido, el del “tío Luís” (“Uncle Louis”). Keenan pone de manifiesto que casos como el del “tío Luís” no son representativos de la persona típica que es más probable que esté buscando el suicidio asistido. Más que un hombre enfermo terminal con un dolor insoportable que está haciendo una decisión libre y perfectamente informada con su médico de toda la vida, el candidato típico para el suicidio asistido es “una mujer aislada y deprimida que no quiere ser una carga y que tiene, en el mejor de los casos, acceso limitado a una atención sanitaria adecuada, y cuyos deseos propios son rara vez expresados o escuchados”.
Qué caso es el más típico hace toda la diferencia del mundo. Mirando el caso del “tío Luís”, uno fácilmente concibe la cuestión acerca del suicidio como algo que tiene que ver primariamente con la autonomía y la compasión. Pero si Keenan tiene razón acerca de quiénes son los candidatos típicos para el suicidio asistido, entonces la cuestión se ve de un modo bastante distinto. El suicidio asistido tiene más que ver con desigualdades de género y con fracasos sociales de aquellos que están ya de un modo u otro en los márgenes de la sociedad, tales como los ancianos, los pobres y la gente de color. Keenan admite que estos son casos difíciles, igual que el del “tío Luís”. Pero argumenta que cuando esos casos más raros se presentan como normativos se distorsiona nuestra percepción de lo que está realmente en juego detrás del debate.
El ensayo de Keenan también sugiere una distinción entre una excepción moral a la ley y una buena política pública. Sin afirmar que el caso del “tío Luís” pudiera ser un ejemplo moralmente justificable de suicidio asistido, Keenan sugiere que tales cuestiones se resolverían mejor en un tribunal que mediante la legislación. Precisamente porque el caso del “tío Luís” es atípico, el caso no sirve como fundamento de una buena ley. Esa respuesta deja abierta la posibilidad de una laguna entre una buena política pública y algunos casos raros, pero legítimos de suicidio asistido.
El corto ensayo de Karen Lebacqz, “Reflexión” (selección 144), llega a una conclusión similar partiendo de una dirección opuesta. Lebacqz defiende que en circunstancias en las que el paciente es un enfermo terminal, ha pedido que se acabe con su vida, y está en un dolor permanente e insoportable, no admitir la permisibilidad moral de una “eutanasia activa” es “un poco absurdo, cuando no obsceno”. Pero, porque la petición de la eutanasia puede ser el resultado de una depresión temporal, y porque existe la posibilidad de que el paciente no sea un enfermo terminal, y porque una política social “que apoya la eutanasia voluntaria podría muy fácilmente convertirla en eutanasia involuntaria”, Lebacqz expresa unas reservas importantes a la hora de legalizar el suicidio asistido. Así, aunque parte de la premisa de que puede haber casos legítimos de suicidio asistido, Lebacqz termina cuestionando su legalización.
La pregunta de Keenan de cuál es el caso típico es acaso importante a la hora de evaluar el fragmento de la defensa que Hans Küng hace del suicidio asistido. En “Una muerte que dignifica” (selección 145), Küng admite de entrada que su visión está marcada por haber visto a su hermano morir con un terrible dolor de un tumor cerebral. El caso aquí, al menos parcialmente, configura la conclusión. Pero Küng elabora un argumento teológico a favor del suicidio asistido que va más allá de la experiencia personal o de las llamadas generales a la compasión. Küng pone de relieve las posiciones diversas de varios teólogos, y un testimonio de la Biblia que sería ambivalente para sugerir que el suicidio asistido no está excluido de una consideración por parte de los cristianos. Al defender el suicidio asistido, Küng apela en primer lugar a la libertad y a la responsabilidad sobre nuestras vidas que nos ha sido dada por Dios, que él cree que se extiende también a nuestro morir, pero se apoya también en las nociones de la misericordia de Dios y en la convicción cristiana de que la muerte no es el final. Así, “precisamente porque estoy convencido de que hay otra vida preparada para mí, como cristiano me veo a mí mismo como alguien a quien Dios le ha dado la libertad de tener algo que decir acerca de su muerte […] a partir de una confianza inquebrantable […] en el Dios misericordioso cuya gracia es eterna”.
Es interesante observar que Küng toma una posición directamente en oposición a la de Keenan con respecto a la política pública. Es decir, él piensa que el suicidio asistido debe ser legalizado y regulado. No sólo, a su parecer, el suicidio asistido es a veces moralmente legítimo, sino que la legalización es más honesta con lo que está sucediendo de hecho, y la reglamentación ofrece protección a las personas más vulnerables. Más aún, dice Küng, el tener que depender de excepciones morales a la ley pone la libertad dada por Dios al paciente en manos del médico, y eso corre el riesgo de dejar casos de un dolor insoportable sin que sean adecuadamente tratados. Merece la pena preguntarse si el caso del hermano de Hans Küng no es evidente también en esta conclusión acerca de la legislación.
A diferencia de Küng, que acentúa la libertad, Stanley Hauerwas subraya el valor de la comunidad en “Suicidio racional y razones para vivir” (selección 146). Para Hauerwas, nuestras vidas no son nuestras. El don de la vida significa que tenemos obligaciones para con Dios y de unos para con otros. La idea misma de la vida como un don ya suscita preguntas acerca del suicidio como disposición sobre uno mismo. Pero para Hauerwas, la cuestión tiene que ver también con el tipo de vida que hemos de llevar. La vida buena, la vida a la que estamos llamados, implica el ser parte de una comunidad que busca la amistad con Dios y está aprendiendo cómo cuidar unos de otros. Ese cuidado incluye llevar los unos las cargas de los otros, lo que incluye la disponibilidad para ser uno mismo una carga. El suicidio rompe con la fidelidad a la comunidad: o el individuo rechaza el cuidado o la comunidad falla a la hora de proveer o de enseñar ese cuidado, o las dos cosas a la vez. El punto de partida de Hauerwas, la vida como un don en el seno de una comunidad, es un punto de partida completamente diferente al énfasis de Hans Küng en la libertad dada por Dios.
Al subrayar la importancia de la comunidad, el artículo de Hauerwas pone en cuestión la ascendencia de la autonomía en las discusiones acerca del suicidio asistido. También pone en cuestión implícitamente ciertas nociones de compasión al preguntarse por los fines de la medicina. Con mucha frecuencia se dice que la medicina tiene dos fines: el curar la enfermedad y el aliviar el sufrimiento. En cambio, Hauerwas sugiere que la medicina está para “cuidar cuando no podemos curar”. La compasión va a tener sin duda un rostro muy diferente según que su centro sea el curar o el cuidar cuando la cura está más allá de nuestro alcance.
Al plantear las tendencias culturales, Richard McCormick expresa la preocupación de que la atención casi exclusiva a la autonomía hace de la independencia un ídolo, y nos va a hacer mucho menos tolerantes a la dependencia. Gloria Maxson, en su trabajo “¿De quién es esa vida, en cualquier caso? ¡Nuestra, eso es de quién es!” (selección 147), ve esa amenaza como algo sumamente real para las personas con discapacidades. Maxson no sólo ve la película concreta —¿De quién es esa vida, en cualquier caso? (Whose Life is It Anyway?), presentada en español como Mi vida es mía—,b como una negación del valor de la vida que viven las personas con discapacidades. También ve una cultura que es intolerante con la dependencia y la vulnerabilidad, en la que el rechazo a los discapacitados aparece en cuanto se hurga un poco bajo la superficie. En contraste con todo ello, Maxson afirma las posibilidades creativas y adaptativas que se abren a las personas con discapacidades, y afirma el valor que hay en su propia vida de relaciones, así como la belleza y la presencia de Dios. Maxson nos recuerda que las discusiones acerca del suicidio asistido tienen implicaciones potenciales más allá de los enfermos terminales con un dolor imposible de controlar.
Al reflexionar sobre estas cuestiones, los editores pedimos al lector que se tome en cuenta cómo hemos de sopesar el valor de la autonomía y el de la comunidad, y qué es lo que constituye una explicación adecuada de la compasión. Considere usted también la diferencia entre unos casos y otros, y qué tipo de casos deberían reflejarse en la política pública. Finalmente, considere también estas dos cosas: qué es lo que hace una vida llena de sentido, y qué significa estar, en la vida y en la muerte, en presencia de un Dios misericordioso.
[1] En la antigüedad, “eutanasia significaba una muerte suave, libre de excesivo dolor. En el lenguaje contemporáneo, con frecuencia significa “matar por misericordia”. Para nuestro trabajo, la designación de “suicidio asistido por un médico” es el término más estricto a la hora de referirse a un médico que ofrece algún tipo de asistencia, que consiste la mayoría de las veces en medicación, a alguien que ha decidido terminar con su propia vida. “Eutanasia” se usa aquí como una designación más amplia para indicar una intervención médica que acaba con la vida, no necesariamente por orden de la persona a la que se mata. Así, “eutanasia” es un término apropiado para la terminación de la vida de los niños recién nacidos con deficiencias, o de alguien en un persistente estado vegetativo que carece de documentos acerca del final de su vida. Muchos de quienes defienden el suicidio asistido por un médico no aprueban otras formas no consentidas de “muerte por misericordia” que se asocian frecuentemente con el término “eutanasia”.
[2] David Masci, “The Right-to-Die Debate and the Tenth Anniversary of Oregon’s Death with Dignity Act”, Pew Forum on Religion & Public Life, October, 9, 2007, texto al que se accedió el 28 de Julio de 2009 desde http://pewforum.org/docs/?DocID=251.
[3] Donald P. Haider-Markel and Mark R. Joslyn, “Just How important is the Messenger Versus the Message? The Case of Framing Physician Assisted Suicide”, Death Studies 28, n. 3 (2004): 243-262.
[4] Barbara Coombs Lee, “Healthcare Reform and the Price of Torture”, The Huffington Post, July 14, 2009, texto al que se accedió el 28 de julio de 2009 desde http://www.huffingtonpost.com/barbara-combs-lee/healthcare-reform-and-the_b_231720.html?view=print.
[5] Wesley J. Smith, “Assisted Suicide Advocate Slanders Physicians as Torturers”, Secondhand Smoke, July 15, 2009, texto al que se accedió el 28 de julio de 2009 desde http://www.firstthings.com/blogs/secondhandsmoke/2009/07/15/assisted-suicide-advocate-slanders-physicians-as-torturers/; Esley J. Smith, “Fear Mongering for Assisted Suicide”, Secondhand Smoke February 28, 2009, texto al que se accedió el 28 de julio de 2009 desde: http://www.firstthings.com/blogs/secondhandsmoke/2009/02/28/fear-mongering-for-assisted-suicide/.
[6] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración “Iura et bona” sobre la eutanasia, del 5 de mayo de 1980, disponible en la pagina web de la Santa Sede en español.
a En el ámbito español, aparte de varios casos del mismo tipo que el que señala Keenan, está la película Mar adentro, que pretendía ser un “relato ejemplar”. Ni que decir tiene que las críticas de Keenan al caso del “tío Luis” valen perfectamente para el film. Por otra parte, la historia no era creíble. Nadie feliz quiere quitarse la vida. Como decía G. K. Chesterton, hablando de otra cosa, “todas las personas felices son demócratas” (N. del Tr.).
b Mi vida es mía es una película estadounidense de 1981, dirigida por John Badham.
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