Mi primera lectura de Bernanos fue El diario de un cura rural (1935-36), allá por el año 1964. Y casi al mismo tiempo Diálogos de Carmelitas, que un profesor de francés del Seminario de Madrid, Juan José del Moral Lechuga, nos hizo traducir en un semestre, con catorce o quince años. Ahora comprendo que era un francés muy duro para chicos de nuestra edad. Pero da igual. Nunca se lo agradeceré bastante.
No he vuelto a leer el Diario de un cura rural desde entonces. Tampoco sabía por aquellas fechas que había sido la última obra que Bernanos había escrito antes de trasladarse a España, y concretamente a Mallorca, en octubre de 1934, en los tiempos convulsos que precedieron a la Guerra Civil. Del libro mismo recuerdo algunas cosas, aunque sé que mi viejo volumen esta lleno de marcas y de subrayados. En primer lugar, el inolvidable final, la frase “¿Qué más da ya? Todo es gracia”, que dice el protagonista justo antes de morir en un vómito de sangre. Y la conversación del cura con la condesa, especialmente los pasajes en que Bernanos habla del silencio de la Iglesia, y cuando describe el infierno como soledad absoluta, como incapacidad de amar. Aquel pasaje, duro y limpio como un diamante, abrió mi mirada de adolescente a una percepción de lo absoluto de Cristo más que muchos maestros “espirituales” modernos; y de lo absoluto que era perdérselo, de cómo perdérselo era perder la vida al mismo tiempo. También me abrió a una realidad para mí nueva, que yo entonces no tenía palabras para articular (tal vez tampoco las tengo ahora), pero que hoy puedo describir como una percepción clara de que entre lo que se llama lo “natural” y lo que se llama “sobrenatural”, entre la vida sin más y la vida cristiana, hay una misteriosa, pero indisoluble relación, análoga a la que hay entre el alma y el cuerpo, en virtud de la cual la una se juega en la otra, inevitablemente, y ambas son inseparables. Cuando se separan, mueren las dos. Lo que se juega en la vida cristiana no es la vida cristiana, sino la vida tout court. La vida cristiana nos es dada para que podamos vivir, para que nuestra vida humana se cumpla, no para añadir a la vida “normal” otra cosa “adosada” a ella, que sería la vida cristiana. Lo que perdemos si perdemos a Dios —aunque en esta vida, como subraya admirablemente el pasaje del Diario que cuenta la conversación entre el cura de Ambricourt y la condesa, no lo perdemos nunca del todo—, no es la posibilidad de amar a Dios, sino la posibilidad de amar. Punto. Y al revés, lo que ganamos al encontrar a Cristo no es un elemento decorativo y accesorio en la vida, sino sencillamente la Vida misma, que hace florecer nuestra propia humanidad, aquello para lo que estamos hechos. Aquello para lo que estamos hechos es Dios, es el cielo, es la vida eterna. En la relación con Dios se juega todo, sencillamente todo (también la relación con los demás, con uno mismo, con el mundo). Y al revés, la relación con Dios se juega, no principal ni exclusivamente en unos “actos de piedad” o en una “espiritualidad” que puede permanecer intacta al margen de la vida (o más bien, dar la impresión de que permanece intacta), sino que se juega precisamente en la vida, en las relaciones con los demás, con uno mismo, con la historia y con el mundo, con las cosas del mundo.
Hay otro pequeño párrafo que recuerdo perfectamente, que me sé de memoria, que me ha ayudado mil veces en mi vida y en mi ministerio sacerdotal. Es un pasaje que ha ayudado a innumerables personas, tal vez porque el desamor de sí mismo es uno de los rasgos más característicos del hombre contemporáneo, y además uno de los rasgos que precisamente la cultura del hombre contemporáneo le hacen más incapaz de comprender. Aunque el texto tiene un tono moral, la verdad que contiene va bastante más allá del ámbito moral, abre a esos espacios amplios en los que se asienta una moral verdadera. Es una reflexión que hace el cura una noche, y dice así:
Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece; lo difícil es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo, como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo.
Como me sucede con mucha frecuencia leyendo a Bernanos, recordar este texto me trae a la memoria a Santa Teresa de Lisieux, a la que él amaba tanto y comprendía tan bien, y especialmente algunos pasajes de sus Últimas conversaciones, en los que se pone de manifiesto la frescura de esa libertad suya con respecto a sí misma, que la gracia hace resplandecer en una mujer de su temperamento y su contexto cultural con una belleza tan sencilla como deslumbrante.
Fue sólo más tarde, en los últimos años de seminario, cuando empecé a leer los ensayos de Bernanos, sus “escritos de combate” (como él mismo tituló una selección publicada en Beirut en la imprenta de La Syrie et l’Orient, en 1944). Las dos colecciones de artículos que leí, —las conservo todavía, en una edición de Livre de poche de aquellos años—, eran Français, si vous saviez, y La liberté, Pour quoi faire? Su lectura fue para mí, de nuevo, un apoyo firme en la vida. Sus juicios sobre el cristianismo contemporáneo y sus consecuencias para la situación del mundo, así como sus juicios sobre ese mundo, me han alimentado durante décadas. Han sido un soporte permanente de amor a la Iglesia y de libertad. Y también por esa época, a finales de los sesenta, fue cuando cayó en mis manos la traducción francesa del libro de Balthasar sobre Bernanos: Le Chretien Bernanos (éd. du Seuil, Paris, 1956), un texto de 1954 en el que Balthasar se justificaba por escribir un libro tan voluminosos sobre un “novelista”, pero luego, refiriéndose a la gran literatura francesa de la primera mitad del siglo XX, y concretamente a Bloy, Péguy, Claudel, y Bernanos, dice que “pudiera muy bien ocurrir que en los grandes literatos católicos hubiera más vida intelectual original y grande, y capaz de crecer al aire libre, que en nuestra teología actual, de aliento algo corto y que se contenta con hacer poco gasto”.[1]
Balthasar ha traducido al alemán varias novelas de Bernanos, y también dos antologías de su correspondencia.[2] Ha hecho también un prefacio a dos de esas novelas, que está incluido en sus Ensayos teológicos, vol. III.[3] El mismo Balthasar, hacia el final de su vida, comentaba que su “Gloria” no era más que “un fragmento entre otros fragmentos, un preludio, la primera hoja de un tríptico”, y que seguramente “había una visión de conjunto” (se entiende, de la experiencia cristiana) “más completa en algunos de mis libros pequeños”.[4] O también, sigue diciendo, “cuando dejo hablar a otros, como a Orígenes o a Bernanos”.[5] Poner juntas a esas dos figuras al hablar de una visión de conjunto del cristianismo dice mucho del aprecio que Bernanos le merecía a Balthasar.
Aunque esta comprobación la he hecho sólo recientemente, no quiero dejar de mencionar aquí que también los últimos papas han valorado de un modo fuera de lo común al escritor francés. (Basta buscar en los lugares correspondientes de la página web de la Santa Sede las citas de Bernanos en los textos del Beato Pablo VI, de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y del Papa Francisco).[6] Incluso en el brevísimo pontificado de Juan Pablo I, pocos días antes de su muerte, el Papa quiso conmemorar en el ángelus del 24 de septiembre de 1978 el 30 aniversario de la muerte de ese “gran escritor católico” que era Bernanos.
No sólo Balthasar, también Henri de Lubac apreciaba extraordinariamente a Bernanos. Por dar sólo un indicio, entre los textos que el P. de Lubac hacía circular clandestinamente en la Francia ocupada (impresos en Suiza), figura uno que recoge precisamente los párrafos finales de la obra de Bernanos Escándalo de la verdad, que publicamos en este volumen.[7]
* * *
Se reúnen aquí varios textos, todos ellos inéditos en español, relacionados con España y con la guerra civil española. Si Dios quiere, otros volúmenes seguirán con varios escritos de combate de Bernanos y con algunas de sus novelas. Escándalo de la Verdad y la mayor parte del Diario de la guerra de España fueron traducidos al español en ratos libres a partir de 1975, junto con otros varios artículos y ensayos de Bernanos, entre los que yo tengo especial afecto (siguiendo también aquí a Balthasar) al Sermón de un ateo en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux, que se halla en uno de los capítulos de su obra Los grandes cementerios bajo la luna. Esta obra vino también traducida entera, en una primera versión, sin corregir, hacia el final de mis años de estudio en Estados Unidos (y así sigue). El Sermón de un ateo fue materia de comentario y de reflexión en varios cursos de verano para jóvenes que, por aquellos mismos años, organizábamos en el Seminario de Ávila algunos sacerdotes de Madrid, que habíamos puesto en marcha con jóvenes estudiantes de varias parroquias la Asociación cultural “Nueva Tierra”, una parte de cuyos miembros —tanto jóvenes como sacerdotes— terminaríamos uniéndonos más tarde a Comunión y Liberación.[8] Por entonces soñaba yo con que hubiese en España una editorial que difundiese las obras de Bernanos y Péguy, más las de Hans Urs von Balthasar y de Henri de Lubac. De hecho, éste había sido el motivo principal de las primeras conversaciones con José Miguel Oriol y con Jesús Carrascosa, que habían comenzado Comunión y Liberación en España, y que estaban empezando la publicación de la revista Communio y “Ediciones Encuentro”, allá por el año 1978. En uno de mis viajes a España, tras la muerte de mi padre en enero del año 1984, recuerdo haber propuesto a Ediciones Encuentro la publicación de Los grandes cementerios bajo la luna, y también Escándalo de la verdad.[9]
* * *
Vale la pena detenerse aquí un momento a decir por qué me parecía bueno entonces, igual que me lo sigue pareciendo hoy, que una editorial de la Iglesia publique estas obras. No sólo por facilitar una purificación en profundidad de la conciencia y de la memoria de la Iglesia en España, algo que a mi juicio sigue siendo imprescindible hoy para el bien de la gente en general y de la Iglesia, por más resistencias que encuentre —¡todavía hoy!—, en amplios círculos católicos y en algunas poderosas organizaciones eclesiásticas. Mientras esa purificación no se dé, difícilmente, a mi juicio, podremos hablar de reconciliación y de paz, en ningún sentido profundo o cristiano de ambos términos, ni en nuestra sociedad ni en nuestra Iglesia. Y difícilmente podremos ofrecer el cristianismo con alguna frescura y pretensión de verdad al mundo que viene. Pero también quiero que sea la Iglesia quien publique los ensayos de Bernanos, por muy duras que resulten algunas de sus páginas, porque no es justo que un cristiano tan grande, y que ha tenido una influencia tan positiva en la vida de la Iglesia a lo largo del siglo veinte, y también en el Papa actual, siga siendo prácticamente un desconocido entre nosotros.
Más allá, en efecto, de la ocasión concreta que ha servido para la publicación de estas obras de Bernanos (la guerra civil española, los acuerdos de Munich de 1938, la Segunda Guerra Mundial, la implantación de unas democracias contaminadas después), todas ellas constituyen una espléndida reflexión sobre la condición de los católicos en el mundo contemporáneo —era lo que a él verdaderamente le importaba—, y una crítica implacable al catolicismo ideológico, tanto de izquierdas como de derechas, reflexión de la que, al menos nosotros, católicos españoles, tenemos a mi juicio muchísimo que aprender. Pero quizás no sólo podemos aprender de él los católicos españoles, sino también los latinoamericanos, y también el catolicismo norteamericano. Bernanos puede ser, en efecto, muy útil para éste en particular, porque para el católico norteamericano el dualismo de la teología moderna le parece (y con razón) tan connatural a la cultura americana que tiende a considerar que ese dualismo es esencial a la fe cristiana. Lo que una gran parte del catolicismo neo-conservador norteamericano no percibe, sin embargo, igual que muchos de nosotros, es que tanto Bernanos como el Concilio, y como el magisterio pontificio posterior, han luchado infatigablemente contra ese dualismo, y ello precisamente porque es una enfermedad que no se percibe a simple vista, a diferencia de lo que sucede con la disolución “progre” o marxista del cristianismo en la cultura.[10] Pero precisamente por eso es un virus más peligroso, porque mata a la fe con una muerte dulce, sacando a la fe de la realidad de una manera casi imperceptible, lo que nos permite perderla sin que dejemos de considerarnos católicos, y hasta con buena conciencia, y hasta con un vivo sentido “apostólico”. Perdón, ¿vivo? No, acalorado, que no es lo mismo —el calor puede ser la expresión de un delirio febril—, y con comillas en lo de “apostólico”, porque ese supuesto sentido apostólico es casi imposible de distinguir del marketing y de los métodos de expansión de las ideologías y los partidos en el mundo moderno). Ésa es exactamente nuestra lamentable situación.
Bernanos nos defiende todavía de otra cosa. Pues la otra trampa mortal, en efecto, en la que tiende a caer con mucha frecuencia nuestro catolicismo, y en la que tiende a morir —por eso la trampa es mortal—, se halla en esa convicción burguesa, racionalista, típicamente moderna y nada cristiana, de que la evangelización del mundo, la nueva evangelización, digamos, hay que empezarla por la élites y por influir en las ideas de las élites. Y de que ya las élites se ocuparán después de evangelizar al “pueblo”. Tal vez no hay mentira más diabólica que esa, porque para que las élites —en cuanto clase social, en cuanto grupo humano—se interesen por lo que la Iglesia es y por lo que tiene que decirles hay que hacer primeramente tantos distingos, tantas restricciones mentales, tantas concesiones a los criterios del mundo, que el resultado de ese trabajo nunca es un “pueblo” cristiano, nunca es la Iglesia que proviene de la tradición apostólica y de los Padres. Tanto Péguy como Bernanos conocían esa trampa, la desenmascaraban, mostraban su doblez hipócrita, con la que se ocultaba simple y llanamente la cobardía y la traición de los eclesiásticos a un pueblo cristiano abandonado, y el adulterio suicida de la Iglesia con la cultura burguesa (de derechas o de izquierdas, liberal o marxista, nacionalista o populista), o con alguna de las diversas mezclas y combinaciones posibles en ese batido venenoso.
La verdad es que el caos cultural y moral en que vivimos, un poco todos, pone de manifiesto claramente que cuando las heridas y los problemas simplemente se ocultan (o se pasa página sin haberlos afrontado en profundidad), terminan por infectarse y explotar, y que cuando los errores no se corrigen, corren el riesgo de repetirse. La Iglesia Católica en la España de hoy no está mejor equipada ni espiritual ni intelectualmente que lo estaba nuestro catolicismo o el catolicismo francés del tiempo de Bernanos —éste último es al que en realidad se dirigen todas sus reflexiones—, para hacer frente a los desafíos que tenemos por delante.
Dicho en un lenguaje más propios de la teología académica: la crisis modernista (o, si se quiere, el conjunto de desafíos que plantea a la vida y a la fe de Iglesia la cultura secular dada a luz en la Ilustración, cada vez más explícitamente post-cristiana y neo-pagana), es una crisis que dura ya al menos dos siglos si se la entiende en sentido amplio, y esa crisis constituye el drama de fondo de nuestra Iglesia y es la fuente del desamparo y de la soledad del mundo que fue cristiano. Pues bien, esa crisis constituye el único problema de fondo de los escritos de Bernanos. No en estos términos, evidentemente, sino en el afrontar día a día la complejidad casi infinita de los acontecimientos de la historia, en sus ensayos como en su obra literaria, sus escritos muestran que el camino para la Iglesia no pasa por unos intentos siempre nuevos y ya viejos de su acomodación a la cultura dominante, a la ideología dominante, esto es, a la que parece “vencedora”, lo que lleva sin más a su disolución de un modo sumamente rápido y expeditivo.
Pero con la misma claridad, o con más aún, y precisamente porque ese virus, como ya he dicho, es más sibilino y decididamente hipócrita, la obra de Bernanos pone de manifiesto que esa crisis tampoco va a resolverse con unos ilusorios retornos a la tradición neo-escolástica moderna (cuyo dualismo “natural-sobrenatural”, ya está dicho también, es el sustrato teológico de la modernidad secular y del ateísmo moderno), y a sus versiones espirituales y políticas. Uno de los dogmas, por cierto, de esa política, es el de que la religión y la política no tienen nada que ver, que es lo mismo que decir (aunque no suene igual de crudo), que Cristo y lo humano no tienen nada que ver, lo cual es ya un ateísmo implícito, oculto como un cáncer que sólo da la cara demasiado tarde. Si lo humano —todo lo humano— tiene siempre e inevitablemente una dimensión política, y Cristo no tiene nada que ver con lo político, con el juicio y la apreciación de lo político, la conclusión es obvia: Cristo, y la Iglesia que nos da a Cristo (pues no tiene otra cosa que dar), no sirven para nada importante en la vida. Pero no es sólo que esa separación es ya una forma de política, una política que se esfuerza a toda costa por parecer no política, sino que además es una política sumamente deshonrosa. Permite, en efecto, a los eclesiásticos, y a los seglares guiados o dirigidos por eclesiásticos, abstenerse de todo juicio en profundidad que ponga en solfa la visión del hombre (la antropología y la metafísica) que está detrás de toda política, y al mismo tiempo, apuntarse a casi todo lo que coincida con sus intereses, dando la apariencia de que no se apunta uno a nada, y olfatear los vientos para ir luego a maullar al despacho del vencedor. Eso no puede más que generar desprecio hacia la Iglesia y hacia Aquél de quien ella dice ser la portadora.
La verdad es que esos falsos retornos a la tradición, o más bien, a formas o residuos fosilizados y parciales de la tradición cristiana, no pueden sino reproducir en el momento presente, saltándose el Concilio y el magisterio pontificio posterior, unas posiciones más o menos análogas a las de L’Action française de Charles Maurras, es decir, no pueden desembocar sino en unos intentos de reconstruir una cultura cristiana (y de aprovecharse de sus bienes evidentes), sin Iglesia y sin cristianos, o con unos cristianos degenerados. Esos intentos, se quiera o no se quiera, no son más que otra forma de modernismo, y no pueden sino acabar también en un totalitarismo de corte fascista, como le pasó a L’Action française, un totalitarismo que sería mucho más peligroso que los totalitarismos abiertamente enemigos de la Iglesia, porque favorecería el más terrible de los engaños: creer que ese totalitarismo es cristiano.[11]
“Moderno contra moderno”: esta frase, que es el título del volumen IV de los Exorcismos espirituales de Philippe Muray,[12] describe bastante bien el carácter de las disputas teológicas de nuestro tiempo. Los neo-escolásticos de hoy, en efecto, no defienden la tradición, aunque ellos lo digan constantemente y se lo crean, sino una modernidad más estable y ordenada que la modernidad posterior a los “maestros de la sospecha”, los cuales, por cierto, hay que reconocer que resultan hoy bastante piadosos e infantiles. Y la experiencia demuestra que nadie se libra de la cocaína con la metadona. Sólo se cambia el modo y la rapidez de la muerte. No se “deconstruye” la “deconstrucción” de Derrida echándose en brazos de Kant. Ni se libra uno de la estupidez de los treinta y tantos géneros descubiertos (por ahora), defendiendo la “libertad” del individuo neo-liberal, que es un personaje de ciencia ficción como el que más de los muchos que figuran en la feria cultural y política actual.
Pues bien, y por no alargarme, la “conversión misionera” a la que nos reclama con tanta frecuencia el Papa Francisco, y la santidad necesaria para ella, son en buena medida un eco, o para ser más precisos, tienen una de sus fuentes “capaz de respirar al aire libre”, precisamente en la obra de Bernanos. En la de Bernanos y en la de Péguy. Si hace falta reconstruir lo humano desde el origen, si es preciso reconstruir un pueblo,[13] eso significa que la tarea política por excelencia es “hacer” el pueblo cristiano, es rehacer la Iglesia Una, como decimos en el Credo. No se empieza la casa por el tejado. Ni puede un cristiano que se precie delegar en otros (ya sea un partido, o una organización, o un movimiento o comunidad eclesial), el costo humano y el riesgo de esa reconstrucción, en la que está en juego el futuro y la esperanza del mundo.
Por supuesto, la obra de Bernanos, como la de Léon Bloy o la de Péguy, no es un catecismo. Tiene no pocas apreciaciones parciales, limitadas, o erróneas, fruto a veces de la indignación —facit indignatio versum, según la frase célebre de Juvenal (Sátira I, v. 79)—, o de una mala información. Él era consciente de ello, y cuando se daba cuenta o se le advertía, no tenía el menor inconveniente en reconocerlo o en pedir perdón.[14] Pero eso no invalida para nada la gran mayoría de sus juicios de fondo, al revés. Ni invalida esos juicios de fondo ni los criterios que los rigen, que siempre llevan la marca de la “libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8, 21), esto es, son fruto de la participación en la vida divina que Cristo nos regala. Así, por ejemplo, cuando Bernanos nota, con una clarividencia creciente a lo largo de su obra, que la cultura que rige nuestra moral política está regida por la exaltación de la avaricia. Y que mientras eso sea así, habrá siempre poca diferencia en que quienes se postulan para sacarnos del caos sean de “derechas” o de “izquierdas”: el resultado final será siempre el mismo, el sacrificio de la libertad a la eficacia, y en último término, la muerte de la libertad. Nadie negará la verdad de esa consideración, y su relevancia para el momento que vivimos. Igualmente, cuando a los cristianos que asumimos como nuestra esa cultura secular —burguesa en su raíz, de una manera o de otra—, Bernanos nos acusa de que estamos traicionando, con todo descaro o hipócritamente, el Tesoro del que somos portadores, esto es a Cristo, y con él la esperanza de los pobres, a lo mejor esa acusación puede ayudarnos a comprender lo que se llamó hace unas décadas la apostasía silenciosa, y que es sin duda entre nosotros el fenómeno eclesial más significativo de nuestro tiempo.[15]
* * *
Una palabra sobre la relación entre Bernanos, Charles Maurras, y L’Action française a la que acabo de hacer referencia un poco más arriba. Es un tema que va a aflorar constantemente en los textos que siguen, en este y en los siguientes volúmenes, y puede ser útil hacer aquí un breve comentario. Demasiado breve, desde luego, porque merecería una reflexión mucho más detenida, precisamente cuando en España tantos católicos ingenuos y llenos de buena voluntad —no todos, quizás, con una voluntad tan buena como pregonan, y ciertamente, con mucha más cobardía de la que confiesan—, a disgusto o irritados con la sociedad que tenemos (igual que muchos no católicos, por cierto), y huyendo de la traición descarada que sienten con razón que les han hecho los líderes políticos en los que habían depositado su confianza, se echan en brazos de otras cosas que no son sino la versión en el siglo veintiuno de L’Action française, esto es, un sibilino instrumento de manipulación de un pueblo cristiano desorientado. Es un pueblo (o los restos de él) que ha perdido ya en gran medida el significado de su vida y de su fe, y el valor de vivir y de confesar en la vida real la una y la otra, como no sea después de reducirlas a un producto más en el mercado de las ideologías. Que el lector juzgue por sí mismo después de leer los textos.[16]
Bernanos creció en un contexto católico, monárquico y anti-capitalista, y en su juventud, durante sus estudios de letras, formó parte de un grupo de jóvenes activistas, no siempre pacífico, que se llamaba Les Camelots du Roi (1908-1936), y que operaba como fuerza de choque juvenil de L’Action française. Pero no se piense que todo era “piadoso” en aquel ambiente: el círculo de estudios que tenían se llamaba “cercle Proudhon” (un socialista no creyente, quizás más anticlerical que anti-cristiano o ateo, pero anterior a la contaminación marxista del socialismo). El movimiento político que lleva el nombre de Action française, y la revista que le acompañaba, con el mismo título, fueron fundados en 1899 por Maurice Pujo y Henri Vaugeois, como una reacción nacionalista contra los intelectuales de izquierdas que habían intervenido en el affaire Dreyfus. Pronto Charles Maurras se unió al movimiento: la revista se convirtió en diario, y Maurras se convirtió en el ideólogo principal del movimiento. Bajo su influencia, L’Action française se hizo monárquica, contra-revolucionaria (reaccionaria frente al legado de la revolución francesa), anti-democrática y anti-semita. Apoyaba el nacionalismo integral, y el catolicismo tal como Maurras lo entendía. A él pertenecieron figuras tan diferentes como Léon Daudet y Jacques Maritain (por un tiempo), además del joven Bernanos. Para 1914, era el movimiento nacionalista mejor estructurado y más vital en Francia. Bernanos se había unido pronto a él, y después de sus estudios dirige el periódico L’Avant-garde de Normandie, donde escribe no pocos de sus primeros artículos. Bernanos, sin embargo, rompería con Maurras y con L’Action française después de la Primera Guerra Mundial, bastante antes de que fuese condenada por la Santa Sede en 1926. Muchos de los artículos y escritos de Bernanos en ese período tienen que ver, de un modo otro, con esa ruptura. ¿Motivo? Se dio cuenta que tanto el catolicismo como la monarquía eran para Maurras abstracciones, productos intelectuales de despacho, no una corriente viva y popular. Y se dio cuenta también de que, a pesar de las apariencias, la propuesta de Maurras era una traición a ambas tradiciones: no se puede restaurar una monarquía sin un pueblo que entienda y que ame la tradición monárquica, ni puede hacerse una cultura cristiana sin un pueblo cristiano. El Papa Pío XI, sin embargo, condenó en 1926 el movimiento, lo que supuso para muchos de sus miembros católicos de buena voluntad una herida grande, y para el partido un quebranto enorme. En el contexto de esa herida, está escrito el texto breve de Bernanos sobre Juana de Arco Jeanne, relapse et sainte [Juana, hereje y santa].[17] Y en esos momentos de humillación para Maurras y para L’Action française, Bernanos tuvo el valor de no cebarse en ella, de tratar a Maurras con respeto, de intentar ayudar a comprender su destino trágico. Finalmente, en 1937, también el Príncipe Enrique de Orléans, conde de París y pretendiente al trono de Francia, desautorizó a L’Action française y a Maurras. El movimiento se debilitó enormemente con estos rechazos sucesivos, y a partir de 1940, lo que quedaba de él se adhirió al Mariscal Pétain y a la Francia de Vichy, y colaboró abiertamente con el nazismo.
* * *
Cuando Ediciones Encuentro quiso comprar los derechos de Escándalo de la verdad eran, al parecer, desproporcionadamente caros, y el proyecto se abandonó. Los de Los grandes cementerios parecían estar disponibles por un tiempo, pero luego los obtuvo Alianza Editorial, y la obra salió publicada en Alianza.[18] Ediciones Encuentro publicaría de Bernanos, algunos años más tarde, La libertad, ¿para qué? El titulo está tomado de una famosa frase de Lenin y es otra colección de ensayos y artículos que Bernanos escribió a su regreso de Brasil, al final de la Segunda Guerra Mundial, y que recoge su pensamiento más maduro.[19] Su tema de fondo seguirá siendo la condición de los católicos en el mundo contemporáneo, pero el contexto es diverso: las democracias han vencido la guerra a las dictaduras, pero —nos recuerda el profeta—, no habría que olvidar que la han vencido usando los métodos de las dictaduras. Eso plantea no pocas cuestiones sobre el futuro de la libertad en nuestras sociedades, y por supuesto, sobre el futuro de la democracia, cuestiones que pocos, fuera de Bernanos, tuvieron el valor de hacerse en aquel momento de euforia. La guerra había sido tan horrible que su hecho mismo parecía confirmar el mito ilustrado de que sería la última, de que los hombres habrían aprendido la lección. Pero la pervivencia misma de ese mito era por sí misma la señal de alarma para quien tuviese los ojos abiertos. Pues ese mito es parte de la ceguera, parte del problema. Mientras los hombres crean que pueden construir por sí mismos el paraíso aquí en la tierra, el destino del hombre es la frustración, la rebelión contra la realidad, la violencia instalada en todos los repliegues del corazón y del alma. Sin duda Bernanos no era ni un historiador de la cultura ni, propiamente hablando un “intelectual”. Él se hubiera reído con su risa grande de verse calificado así. Era sólo, como a él le gustaba recordar, un novelista. Un hombre de pueblo, del pueblo cristiano, un hombre libre y con los ojos abiertos, que decía lo que veía, y tal vez lo que todo el mundo veía como él, pero el temor y la falta de libertad no les dejaba decirlo.
El libro de Balthasar sobre Bernanos cita, justo antes del comienzo del texto, y casi a la manera de un lema, la divisa de una antigua familia española: “Perder la vida para salvar el honor; perder el honor, sólo para salvar el alma”.[20] Ciertamente el concepto de honor es un concepto, o más bien, una categoría, central en la obra de Bernanos. Es imprescindible tenerlo en cuenta. Pero Jacques Chabot, en una nota a los párrafos finales de Escándalo de la verdad observa, con razón, que esa divisa no refleja exactamente el pensamiento de Bernanos sobre el honor: él firmaría sin vacilar la primera parte, la que valora más el honor que la vida, pero no sabría contraponer en modo alguno la salvación del honor y la salvación del alma.[21] Aunque el honor caballeresco es para él la encarnación histórica más acabada de esa categoría, el honor no se limita a esa encarnación histórica. Pues el honor refleja para Bernanos la gratuidad y la fidelidad esenciales al don de Dios en Cristo, al Misterio de la Encarnación. Podríamos decir que el honor es el reflejo creado en la vida de los hombres de la categoría de sacramento, esa categoría central al acontecimiento cristiano, con sus rasgos esenciales de gratuidad y de fidelidad eternas. Precisamente esos dos rasgos hacen que la categoría de sacramento sea la más desconocida, la más incomprensible y la más extraña al moralismo y al utilitarismo, así como al contractualismo, del cristianismo burgués y de sus herederos contemporáneos. Como la belleza es “el esplendor de la verdad”, podría decirse que el honor es el resplandor de la gracia en la carne. Natural y sobrenatural a la vez, carnal y espiritual (como decía Péguy), no se le puede separar de su fuente, ni se le puede separar de su carne. En ambos casos, la víctima que se sacrifica es la persona humana.
Termino esta introducción con dos citas. La primera está tomada de Escándalo de la verdad, que se reproduce, con su contexto, más abajo.[22] Ayuda a tener una perspectiva adecuada para leer los textos de Bernanos sobre la guerra civil. Esa guerra, dice,
no nos ha enseñado sobre los hombres del desorden nada que no supiéramos desde hace mucho. En cambio, nos ha esclarecido prodigiosamente sobre la moralidad de los hombres de orden.
La segunda está tomada de Nosotros los franceses II (escrito en Paraguay antes de marzo de 1939) y la gloso ligeramente para hacer más claro su sentido. En ella se contiene, a mi juicio, tal vez la clave última de sus escritos de combate, de sus palabras y sus juicios:
Más vale que cien fieles cristianos devotos sean tenidos equivocadamente por unos tartufos hipócritas, que un solo tartufo sea tenido como un fiel cristiano verdadero. Porque en el primer caso el error no puede comprometer más que el honor de cien cristianos. Mientras que la impostura de un solo tartufo compromete el honor de Cristo”.[23]
+Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Enero 2019, Granada
[1] Véase Hans Urs von Balthasar, Le chrétien Bernanos (edición original, Bernanos, Hegner Bücherei, Köln/Olten, 1954. Reeditada sin cambios en Johannes, Einsiedeln, 1971, bajo el título Gelebte Kirche. Bernanos. 3ª ed. 1988). La edición más reciente de la versión francesa de esta obra es de la editorial Parole et Silence, Paris, 2004. Nuestra cita se halla en la p. 7, en el primer párrafo de su prefacio. Esta obra está traducida al francés, al italiano y al inglés. Se está preparando la versión española para la editorial Nuevo Inicio.
[2] Novelas: Georges Bernanos, Eine Nacht. Drei Novellen (Madame Dargent, Dialogues d’Ombres, Une Nuit), Traducción y un Epílogo de Han Urs von Balthasar, Johannes Einsiedeln, 1954. Antologías de la correspondencia, preparadas con la ayuda de Albert Béguin: Georges Bernanos. Das Sanfte Erbarmen. Briefe des Dichters, Johannes, Einsiedeln, 1951; Georges Bernanos. Die Geduld der Armen. Briefe des Dichters, vol. 2. Johannes, Einsiedeln, 1954. Ahora existe una edición de los dos volúmenes reunidos, publicada también en Johannes, Einsiedeln, 2004.
[3] “Georges Bernanos: Infierno y júbilo”, en Ensayos teológicos III. Spiritus Creator, Encuentro/ Cristiandad, Madrid, 2004 (edición original, Johannes, Einsiedeln, 1967). Balthasar también escribió un artículo “Die Stellung von Georges Bernanos zur Kirche”, Schweizer Rundshau 53, 293-305.
[4] Yo creo que hay tres “libros pequeños” de Balthasar que son claves para la comprensión del sentido de su vida y de su obra: “Derribad los bastiones” (Schleifung der Bastionen, Johannes, eisiedeln, 1952, nunca traducido al español), para su primera época; y “Sólo el amor es digno de fe” (Glaubhaft ist nur Liebe, Johannes, Eisiedeln, 1963, con dos versiones españolas, la primera bastante mejor que la segunda), y “Retorno al centro” (según la excelente versión del título al francés del original Einfaltungen, Kösel, München, 1969, tampoco traducido al español), para el núcleo de su pensamiento maduro.
[5] Hans Urs von Balthasar, Zu seinem Werk, Johannes, Einsiedeln, 2000 (2ª ed.), p. 108. En la p. 62 de esta misma obra, Balthasar considera que la angustia de Bernanos, vinculada siempre a Getsemaní y a la “Santa Agonía” es la respuesta a la angustia sin objeto del nihilismo de Heidegger. Bernanos es citado más veces en esta obra del final de la vida de Balthasar (véase el índice), y el estudio de su obra en la biografía del teólogo se sitúa también junto a sus trabajos sobre los Padres de la Iglesia (especialmente Orígenes y Máximo el Confesor), y sobre Santa Teresa de Lisieux.
[6] Joseph Ratzinger hace notar en su autobiografía que, aunque los libros “eran una rareza en la Alemania destruida”, en el seminario de Frisinga había una buena biblioteca, y que, como “no nos queríamos limitar a la teología en un sentido estricto […] devorábamos las novelas de Gertrud von Le Fort, Elisabeth Langgässer y Ernst Wiechert; Dostoievsky estaba entre los autores que todo el mundo leía, así como los grandes franceses: Claudel, Bernanos, Mauriac”. Joseph Ratzinger, Mi vida, Encuentro, Madrid, 1997 (4ª ed. 2005), p. 67.
[7] Véase más Adelante, Escándalo de la verdad. Vale la pena notar que en el rodaje de la película Diálogos de carmelitas, que reproduce tan fielmente el drama de Bernanos (escrito ya inicialmente como guión de un film), intervino muy directamente el P. Raymond Leopold Bruckberger, OP, que figura como co-director en los títulos de crédito, y que fue sostenedor, igual que el P. Henri de Lubac, de la Resistencia anti-nazi. Por cierto, otras obras de Bernanos llevadas al cine son El diario de un cura rural (1951) y Mouchette (1967), ambas dirigidas por Robert Bresson, y Bajo el sol de Satán, Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1987.
[8] Hoy, el Sermón del ateo está publicado en español, en la colección “Perlas”, n. 22, de la Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2017, con el título Georges Bernanos. Reforma y conversión. Este folleto contiene también el artículo de Bernanos sobre Lutero, que se halla en los Essais et écrits de combat, vol. II, Gallimard, Paris, 1995, pp. 909-916.
[9] No necesito decir que, con la excepción del artículo sobre la muerte de Maeztu, que está tomado directamente de una fotografía del periódico Le Figaro, todos los demás textos están tomados de Georges Bernanos, Essais et écrits de combat, vol. I, Bibliothèque de La Pléiade, Gallimard, Paris, 1975. Y de las magníficas introducciones y notas de esa edición están tomadas también la mayoría de las informaciones que doy sobre su vida y su obra.
[10] Lo más dramático de ese dualismo, y lo menos perceptible a simple vista es que, al menos en la práctica, se viene a negar o a dejar en la sombra el carácter absoluto de Jesucristo, y en el fondo, su condición divina, que es lo que le permite ser el paradigma pleno y acabado de lo humano, de todo lo humano, ya que el hombre es creado “a imagen y semejanza” de Dios (Gen 1, 26). Por eso un culto inadecuado a los santos (a veces difícil de distinguir del culto a la personalidad), y la proliferación de apariciones marianas tienden a ocupar insensiblemente el lugar que le correspondería a Jesucristo. Y de ahí ya se pasa a las innumerables confusiones en cuanto a lo que es una identidad cristiana en la política, en la economía, en el trabajo y la familia, en la educación, y en todo. Lo cierto es que no es nada fácil compaginar ese dualismo con Col 1, 15-20; 2, 9; Flp 2, 6-11 (ni con todos los textos del NT que contienen de otras formas lo mismo que esos pasajes dicen sintéticamente) Ni con Gaudium et spes, 22, ni con la Declaración Dominus Jesus del 6 de agosto del año 2000.
[11] Para la relación de Bernanos con L’Action française, y el desenmascaramiento de sus falsedades, la fuente más rica es la propia edición de los Essais et écrits de combat de Bernanos en la Bibliothèque de la Pléiade, vol. I, Gallimard, Paris, 1975, con las introducciones de Jacques Chabot a Jeanne, relapse et sainte y a Les Grands Cimetières sous la lune. Y véase también Eugen Weber, L’Action française, Stanford University Press, 1962, (trad. francesa de Michel Chrestien, Stock, Paris, 1962; reimpresión Fayard, Paris, 1985.
[12] Philippe Muray, Exorcismes spirituels, vol. IV. Moderne contre moderne. Les Belles Lettres, Paris, 2005.
[13] Véanse las referencias a Nuestra juventud, de Péguy, que hace Bernanos en Escándalo de la verdad, más adelante,
[14] Véase, en uno de los volúmenes siguientes, Por la verdad y la libertad, vol. II, la nota al artículo “El Cardenal Suhard y Juana de Arco”, publicado originalmente en Le Chemin de la Croix-des-Âmes II, ed. La Pléiade, en Essais, vol. II (1995), pp. 287-289. No resisto aquí a citar el primer párrafo de Philippe Muray, en el Prefacio a la segunda edición de su obra Céline, Gallimard, Paris, 2001, p. 9: “El nombre de Céline pertenece a la literatura, es decir, a la historia de la libertad [… Pero] es verdad que la tarea particular de nuestra época es tratar de olvidar que la Historia era esa suma de errores considerables que se llama la vida, y [así nuestro tiempo] se mece en la ilusión de que puede suprimir el error sin suprimir la vida. En fin de cuentas, de ese modo, no será sólo Céline quien será liquidado, sino, de un prójimo a otro, toda la literatura, y hasta el recuerdo mismo de lo que era la libertad”. Cuando en la vida de la Iglesia, la salvación se concibe como dependiendo fundamentalmente de una “ortodoxia” sin errores, y cuando la “doxia” no es más que el asentimiento (con las restricciones mentales permitidas por los moralistas) a un conjunto de proposiciones abstractas, sin vida, sin historia y sin compasión, esa “ortodoxia” no hace más que reproducir al interior de la Iglesia uno de los errores fundamentales de la modernidad: no es más que un signo de la colonización moderna de la vida cristiana.
[15] La expresión “apostasía silenciosa” aparece por primera vez la Exhortación Apostólica Post-sinodal de San Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, del 28 de junio del 2003, n. 9. Luego aparece también en el Instrumentum laboris para el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización (7-28 de octubre de 2012), que se presentó en Roma el 20 de junio de ese mismo año (véase n. 69), todavía durante el Pontificado de Benedicto XVI.
[16] Cuando he tenido ocasión de hablar de esto, o incluso de compartir el texto de este Prefacio con algunos amigos, con frecuencia me han objetado, y no sin alguna razón: “¡Pero, después de todo, hay que votar a alguien! Porque es verdad que no hay ningún partido que proponga la vida cristiana… ¡pero aun así, hay que votar!” Mi respuesta, telegráficamente, es que voten a quien consideren mejor, o menos malo, o que voten en blanco o que se abstengan si quieren, pero conscientes de que la abstención y el voto en blanco son también un modo de votar, y uno que regala el voto a la mayoría dominante. Lo único que les pido, como pastor de al menos unos cuantos miles de cristianos, es que no transmitan en ningún caso a aquellos a quienes votan la idea de que tienen esperanza en ellos para que cambie seriamente en algo la cultura de la sociedad en que vivimos. Que sean conscientes de que cuando ponen su papeleta en la urna, ya no tienen ninguna otra posibilidad “política” de contribuir a hacer realidad la sociedad en la que les gustaría vivir hasta la próxima vez que deban ejercer ese ritual de diez minutos que es el sacramento cuatrienal de la democracia moderna. Y, sobre todo y por encima de todo —esto es lo más importante, lo único verdaderamente importante—, que no deleguen jamás la tarea de iluminar este mundo con la luz y de alegrarlo con la sal que nacen de la Cruz Gloriosa de Cristo en nadie, porque esa tarea es indelegable. Esa tarea es propia y exclusiva de cada uno de nosotros y de ese peculiar “nosotros” que formamos los cristianos en la comunión de la Iglesia. Pues por muy denostada que esté esa Iglesia, y por mucho que los plumillas del gobierno de turno se esfuercen por distraer de los problemas de España con sus crímenes y sus defectos, sigue siendo la mayor asociación humana voluntaria que existe en el país, la única sostenida por sus miembros, que además se reúnen libremente todas o casi todas las semanas (y con frecuencia, más de una vez a la semana), sin que haya que pagarles el bus ni ponerles el picnic. Y, desde luego, que no cometamos la cobardía increíble de delegar esa tarea de iluminar y ponerle “sal” al mundo en unas personas que no creen en la Resurrección de Jesucristo. En primer lugar, porque esas personas nunca harán lo que no pueden hacer. Nadie da lo que no tiene, y quien vocea que vende lo que no tiene, esta vendiendo humo, no es más que un vulgar timador. Y en segundo lugar, porque muchos de los que están tentados de hacer esa tontería son personas a las que quiero sinceramente, y quisiera evitarles la decepción de un engaño más, una decepción que sería más amarga que la indignación actual: precisamente ese tipo de decepciones son el humus donde crecen los monstruos totalitarios.
[17] Este breve pero radiante texto será publicado pronto en la Editorial Nuevo Inicio, en la colección “Perlas”.
[18] Existe una edición más reciente de esta obra en la editorial Lumen, Barcelona, 2009.
[19] Por cierto, que el título, y hasta en cierto sentido también la temática de fondo, son retomados, desde un ángulo muy diferente y con un genio muy distinto, por otro novelista y escritor reciente, también cristiano (aunque no católico y que, a diferencia de Bernanos, se considera a sí mismo un “cristiano salvaje”). Me refiero al escritor norteamericano Wendell Berry, y a su colección de ensayos publicada en 1990 (última edición, Counterpoint, Berkeley, 2010) con el título What are People for? Versión española: ¿Para que sirve la gente?, Nuevo Inicio, Granada, 2018. La frase misma la usa Bernanos cuando glosa el dicho de Lenin. No pretendo en absoluto que Wendell Berry conozca o dependa de Bernanos, aunque tampoco importaría lo más mínimo. Sus estilos, sus preocupaciones inmediatas, su contexto cultural, son demasiado diferentes. En todo caso, la conciencia de que hay algo en nuestra cultura que, muy de raíz, pone en peligro la humanidad de lo humano, la libertad y la capacidad de amar, es común a los dos escritores (y a otros muchos).
[20] Véase Le Chrétien Bernanos, justo en la página que sigue al frontispicio.
[21] Véase Essais et écrits de combat, vol. I, en la p. 1513, la nota 1 a la p. 580.
[22] Véase más abajo, Escándalo de la verdad.
[23] Essais et écrits de combat, vol. I (1975), p. 630. Nosotros los franceses II será publicado, si Dios quiere, en los próximos meses.