GEORGE BERNANOS. Traducción de Francisco Javier Martínez Fernández
Un reverendo Padre jesuita, de talento vigoroso y claro, cuyo pensamiento se inspira casi siempre de ese humanismo temperado que es una de las tradiciones más sólidas de su compañía, se felicitaba recientemente en el Correio da Manhã de las reformas emprendidas por el Gobierno de Vichy, y especialmente de la supresión del divorcio.
No soy en absoluto partidario del divorcio. Sólo quisiera que desaparezca de las costumbres antes de desaparecer de las leyes, porque las victorias de la legislación sobre las costumbres me han parecido siempre muy precarias. Es posible que unas malas instituciones corrompan a los hombres, aunque ellas mismas no son, por lo general, sino una consecuencia de esa corrupción. Pero una vez que los hombres se han corrompido, la legislación es impotente para hacer otra cosa que no sea el disimular unos males que, al no poderse desarrollar a la luz, se desarrollan en profundidad. Vale mil veces más un pueblo disoluto que un pueblo hipócrita.
La legislación no hace las costumbres, ella sólo puede protegerlas cuando están hechas, les aporta la consagración de la fórmula escrita, el prestigio de un «orden establecido», prestigio que es tan importante para las almas débiles. En todo caso, hace falta que este orden exista en alguna parte además del texto impreso del Boletín oficial. Todo el mundo sabe que, en el estado actual de mi desgraciado país, para suprimir el divorcio no es necesario sino una firma del mariscal Pétain. Pero la cuestión que se plantea es ésta: «¿Se ha conseguido restaurar primero en las conciencias francesas la noción del matrimonio cristiano?». Porque si no es así, el episcopado francés debe prepararse a unas decepciones muy amargas. Tarde o temprano, se le reprochará el haber tratado de obligar porque no se sentía ni con la fuerza ni con la virtud para convencer. La clase de impopularidad que termina siempre hiriendo a las reformas que se hacen al amparo de un gran desastre nacional acabará por alcanzar al fundamento mismo que las inspira, antes de que haya tenido tiempo de demostrar el bien que representa.
El error de un montón de católicos es el de creerse que las verdades que les son familiares desde la infancia se imponen a todos con la misma evidencia, y por eso tratan con frecuencia de imbéciles a quienes no las comprenden a simple vista; eso, cuando no les acusan de sacrificar la verdad a sus pasiones. Es así como unos sesudos profesores siguen enseñando a unos niños inocentes que Lutero ha puesto el mundo patas arriba con el solo fin de casarse con Catherine de Bore, siendo así que en el siglo XVI la relajación del celibato eclesiástico era tal que el monje agustino hubiera podido tener una concubina, e incluso dos, sin extrañar a nadie.
La indisolubilidad absoluta del lazo conyugal no podría ser comprendida del todo más que situándose en el centro mismo de la fe católica, que hace del matrimonio un sacramento. Que esta verdad sobrenatural no contradiga en absoluto la ley natural que rige las conciencias humanas no lo dudo, pero es difícil hacerla aceptar sin debate a unos espíritus que conocen mal nuestros dogmas y que, sin embargo, no ignoran en absoluto que el divorcio ha sido autorizado o tolerado en otro tiempo por todas las legislaciones, incluida la de Moisés. Me parece absurdo e injusto acoger sus objeciones con esa superioridad despectiva que siente el maestro de escuela por el niño cabezota que se negara a admitir que dos y dos son cuatro. ¡Ay! Hace mucho tiempo que creo haber descubierto el secreto doloroso de ciertas violencias o impertinencias de los creyentes para con los no creyentes. Estos creyentes no gritan tan fuerte sino para darse ánimo a sí mismos, para persuadirse a sí mismos, porque ellos mismos no están seguros del todo de creer… Si no, ¿con qué derecho queremos imponer a otros lo que a nosotros nos ha sido dado tan gratuitamente, y tan poco a poco?
Comprendo, por otra parte, muy bien, la dificultad del problema que se le plantea tan bruscamente al celo y a la conciencia del episcopado francés. Desde hace muchos años le habíamos visto proseguir la quimera de las «buenas elecciones» que habrían llevado al poder a los «bien pensantes», y cada consulta nacional era una nueva decepción. El más terrible desastre de nuestra historia se le ha convertido en una ocasión para llevar a cabo, sin oposición posible, un plan de reformas cuya ejecución hubiese exigido años de propaganda incansable y de sacrificios sin cuento. Recristianizar a Francia a base de decretos-ley es, obviamente, una solución bien tentadora. El célebre cura de Ars, San Juan María Vianney, en otro tiempo, predicó, ayunó y expió durante veinte años para conseguir que sus feligreses fueran a Misa, reservándose tan poco que durante mucho tiempo pasaba por un loco a los ojos de sus compañeros, que evidentemente no tenían mucha prisa por imitarle. Podría decirse que, si se hubiera asegurado la ayuda del señor alcalde y de la fuerza pública, representada por el guardia rural, habría obtenido el mismo resultado, al menos en apariencia. Pero los santos no se contentan con las apariencias.
Deseo como el que más la «recristianización de Francia». Es verdad que no doy a estas palabras el mismo sentido que muchos «bien pensantes». Pienso que el conjunto de nuestro pueblo ha seguido siendo profundamente cristiano, que lo es sin atreverse a decirlo, y tal vez sin que él mismo se lo crea. Son los cristianos los que tienen que «recristianizarse», es decir, vivir su fe, vivirla realmente, sustancialmente, heroicamente, en lugar de comprometerla en toda clase de combinaciones políticas, como si quisieran servirse de ella en vez de servirla. La ley puede hacer que los hombres nos respeten, incluso que nos teman. Sólo nosotros tenemos la responsabilidad de intentar que nos aprecien y nos quieran.