El Arzobispo de Granada, Mons. Javier Martínez, hace una reflexión sobre la necesidad de los cristianos de elaborar, con serenidad y con tiempo, un pensamiento político que se deriva de una experiencia de fe.
INTRODUCCIÓN
La decisión de iniciar esta sección en el blog Ciudad de Dios y de los hombres es casi connatural (y contemporánea) a la idea del mismo blog: si Cristo es Señor de todo “en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Flp 2, 10), todo tiene que ver con el señorío de Cristo, y Cristo tiene que ver con todas las cosas, puesto que “todo ha sido creado por Él y para Él (…) y todo tiene en Él su consistencia” (Col 1, 16-17). No es posible, por tanto, que una actividad, o un ámbito de relaciones tan decisivas para la vida humana como es la vida de la polis, esto es, el régimen y la articulación de las comunidades humanas más allá de la familia y entre ellas, quede totalmente al margen de Cristo. No es posible que Cristo resucitado y vivo, y que la experiencia que la Iglesia tiene de él y del Padre en la comunión del Espíritu Santo, no tengan nada que decir acerca de esas relaciones que nos constituyen, y determinan considerablemente la conciencia que tenemos de nosotros mismos y del mundo. Si ése fuera el caso, Cristo quedaría fuera de una dimensión humana sumamente importante, esencial a la vida humana. Y no sería “el Señor”. Llamarle “Señor” no pasaría de ser una metáfora más bien vacía. Pues bien, eso es exactamente lo que ha sucedido: que en gran medida hemos excluido a Cristo y a la experiencia de la redención de Cristo de esa dimensión de la vida humana —y de otras, desde la economía al matrimonio y la familia—. De aquí que el hecho de ser cristianos signifique tan poco en nuestra vida. Y que tampoco signifique demasiado el dejar de serlo.
Explorar y articular de la manera más adecuada posible al señorío de Cristo la relación entre Cristo y la polis es la tarea esencial de esta sección del blog. Era una de las preocupaciones que le hicieron nacer desde el principio. Se trata de abrir un debate. En un sentido muy restringido, ese debate es el debate sobre la relación entre teología y política. O más exactamente, entre fe cristiana y política. Pero ese debate no es más que una parte de uno mucho más amplio: el de la relación entre la teología (la fe) y la filosofía y las llamadas ciencias humanas (economía, psicología, medicina, sociología, pedagogía), y las artes, y la física o la biología o las matemáticas o las ciencias naturales. Entre lo cristiano y lo que la gente suele considerar como “lo real”. Entre la novedad cristiana y lo humano en nuestro preciso momento cultural, en plena Era Secular (Ch. Taylor). En ese debate, y en las respuestas que se den a las cuestiones que suscita, está en juego el futuro del cristianismo. Y está en juego el futuro de lo humano. Los dos futuros son el mismo futuro.
Pero al mismo tiempo, hay para el nacimiento de esta sección algunos estímulos más circunstanciales y recientes. Por supuesto, estamos a tres días de una campaña electoral, y de una campaña electoral que no es como otras que la han precedido, que no es una más. Es propio de la misión de un pastor el exhortar a votar y a votar con un sentido de responsabilidad respecto a lo que está en juego. Lo hago aquí. Lo hago invitando también a que el escepticismo con respecto a una cierta política no sirva de ocasión para ser instrumentalizado de un modo u otro por unas políticas peores.
Pero la decisión de poner en marcha esta sección nace también de una conversación de hace unos días con una familia cristiana (típicamente de derechas), amante de la Iglesia y de su fe, y a la vez inteligentes, cultos, pero que no podían creerse lo que veían sus ojos y oían sus oídos (en la televisión, en la radio)… Todavía menos podían creerse lo que le oían decir a su hija mayor, estudiante de empresariales en una Universidad más o menos Católica (o “de inspiración católica”, lo que ya significa de entrada que lo es más bien menos que más), cuando les explicaba a qué cosa iban a votar sus compañeros y hasta sus profesores. Su percepción de la realidad era muy distinta de la de sus padres, pero su rostro era todo preguntas. Yo me daba cuenta que esas preguntas no tenían una respuesta rápida (a menos que fuera superficial), porque requerían todo un camino de aproximación antes de poder responderse en condiciones. El afecto a esa familia y a esa muchacha, y a muchas otras familias y a muchos otros jóvenes como ella entre el pueblo que el Señor me ha confiado, ha sido uno de los motores que han puesto en marcha este intento. Y es que la tarea verdaderamente urgente (y por tanto, a largo plazo) no consiste tanto en ayudar a optar entre derechas e izquierdas cuanto en problematizar el marco y los términos mismos en los que se presenta esa oposición (aparente).
Una pregunta subyacente a la conversación era: ¿Pero no hay al menos unos ocho millones de personas que van a Misa (que celebran la Eucaristía) cada domingo? Y además van libremente, sin que nadie les obligue como obligan las leyes del estado. No sólo eso, sino que, también libremente, dan algún dinero para poder seguir yendo… ¿No constituye eso una mayoría decisiva, o sumamente importante al menos? ¿No expresa así cada semana el pueblo lo que la retórica habitual llama su “soberanía”, o lo que le queda de ella? ¿Qué partido, de izquierdas o de derechas, reuniría a lo largo y ancho de la geografía de esa parte de la Península Ibérica que está en el mapa a la derecha de Portugal, un domingo tras otro, durante más de diez o doce semanas, llueva o nieve o haga un sol de justicia, a la décima parte de esa multitud, sin repartir bocadillos, o sin tener que pagarles los autobuses y el entretenimiento a los pocos miles de bravos militantes que resistieran el meneo?
Pues bien, la pregunta del millón es: ¿Cómo es posible que luego, en la liturgia del voto, esa “mayoría” tenga tan poco reflejo? Esa pregunta se la hacían mis amigos. Yo la he oído, quizás cientos de veces, formulada de maneras distintas, a multitud de cristianos… y también de no cristianos.
También se ponía de manifiesto en esa conversación una queja: era la queja acerca del silencio de los pastores en un momento como éste. Esa queja —aunque a veces proviene de círculos que viven de la añoranza del pasado, y que a veces no tienen la menor idea del mundo en que vivimos—, la he oído también (la hemos oído todos) muchas veces. Romano Guardini decía, refiriéndose a la emergencia del nazismo, que nuestro tiempo (su tiempo, pero en esto está también el nuestro), no estaba marcado tanto por la proliferación de los malos como por el silencio y la complicidad de los buenos. (No me atrevería yo a ponerme en un lado o en otro de esa distinción, porque conozco muy bien en primera persona las tentaciones —y las caídas— del cobarde, así como las del fariseo). Pero pienso desde hace muchos años que las cincuenta (o cien) primeras páginas del Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn deberían ser lectura obligatoria en los colegios católicos en Segundo de la ESO, o en todos los grupos de las parroquias o de las comunidades y movimientos cristianos.
Por eso, porque hay en esa queja un punto nada despreciable de verdad, y porque no quisiera presentarme ante el juicio de Dios con esa carga de haber ocultado a unos fieles a los que quiero con toda mi alma la pequeña porción de verdad que pueda haber acumulado en mi vida a la luz de la fe católica y de mi experiencia de pastor, voy a hablar. O más bien, voy a dejar que hablen otros, cuyo pensamiento y cuya dicción me dan más confianza que los míos, quizás por ese sentimiento de cobardía al que he hecho referencia hace un momento, o quizás porque, inseguro en ciertos terrenos, me fío más de otros que de mí mismo. Quizás también porque antes de que pueda haber un pensamiento político cristiano suficientemente articulado, y una teoría política cristiana, hay un montón de maleza que desbrozar, de malentendidos que aclarar y de prejuicios que quitar del medio.
Lo que si que voy intentar es que en este blog se hable, no en el langage de bois que suele ser el género literario de la mayoría de los documentos eclesiásticos, ni de manera abstracta, sino en un lenguaje de hombre. Siguiendo el ejemplo de Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret (¡un Papa hablando sobre el punto central de la fe sin implicar su autoridad magisterial en lo que dice, incitando al debate y a la discusión!), y siguiendo también el ejemplo del Papa Francisco, que tampoco teme hablar desde su humanidad contingente y concreta, voy a hablar (o a facilitar que se hable), en el lenguaje que fue característico de la tradición católica antes de las fracturas de la modernidad. Ese era el lenguaje de los Padres de la Iglesia, que también usaban lenguaje de hombres para decir lo que querían decir, aunque no tuvieran el modo ni el lenguaje para decirlo perfectamente.
Porque hay, se quiera o no se quiera ver, una política cristiana como hay una economía cristiana, como hay un arte cristiano. (En otras de las ciencias que se mencionan unos párrafos más arriba no se ve tan a simple vista, pero también un cristiano ve el cosmos o la matemática de un modo diferente a como lo ven Stephen Hawkin o Alain Badiou).
Sí, claro que sí, hay una política cristiana, como hay una política islámica, y como hay una política budista o sintoísta o secular. Como hay una economía cristiana, y hay otras economías (aunque hoy están todas casi reducidas a residuos culturales o a curiosidades folclóricas por la economía capitalista secular). Pero, en la medida en que subsisten, ciertamente no son iguales.
Pero si es así, en primer lugar, ¿de dónde nace el silencio? ¿Por qué no tenemos —la mayoría de nosotros— ni gran cosa que decir, ni la más mínima conciencia de que eso sea un problema? ¿Por qué pensamos que el único modo que tenemos de vivir en el tipo de sociedad que queremos y de influir en ella es el ejercicio del voto cuando nos toque, un voto que está por supuesto severamente limitado a unas opciones determinadas de antemano desde ciertos grupos de poder?¿Por qué, si muchos de nosotros no tenemos apenas confianza en quienes nos gobiernan o en quienes se nos presentan con la intención de gobernarnos, no somos capaces de hacer una crítica, más profunda y más elemental a la vez, de la sociedad en la que vivimos, de sus mecanismos de control y de manipulación, de sus propagandas y de sus mentiras? ¿Por qué no hay en nuestra sociedad (aunque las tertulias radiofónicas y televisivas parezcan estar llenas de ellos) un verdadero debate político?
La verdad es que no hay un verdadero debate sobre casi nada. Por poner un solo ejemplo, y del orden mismo de la política, veamos la cuestión de la unidad de España: eliminada por entero la dimensión teológica del asunto (que la tiene), y eliminado también desde hace bastantes años toda posible discusión moral acerca del tema, la verdad es que lo único que queda es una guerra de propagandas, de influencias mediáticas, de pactos y de negociaciones que huelen bastante a podrido. Podría pensarse que un asunto como ése podría suscitar una verdadera discusión humana entre hermanos (que además unos veneran a la madre de Dios como la Virgen de Monserrat y otros como la Virgen de Guadalupe o del Rocío, pero que son todos hijos de la misma madre). Pues resulta que no. Ni siquiera de eso. MacIntyre decía en algún lugar que “una tradición es una conversación mantenida en el tiempo sobre los temas que importan”. Entre nosotros hace mucho tiempo que esa conversación no existe.
Por ello tal vez cada día hay más personas que se sienten desapegadas de la política, que ven en ella una especie de circo, y no están dispuestos a reírse. Porque se dan cuenta, por un lado, de lo que está en juego, y por otro, de que todo el abanico de propuestas políticas que se nos hacen todas reflejan, todas representan, todas suponen, todas promueven, cada una desde su aparato de propaganda, la misma cultura, la misma visión de lo humano, la misma concepción de la vida, de la polis, de las relaciones humanas, del mercado, del sentido y la misión que definen el ejercicio del poder. Con matices, por supuesto, y algunas veces con matices importantes. Pero siempre la misma cultura de fondo, estatalista, materialista y economicista. Lo cristiano en todas ellas, y a pesar de esa “mayoría” a la que me he referido antes, es, como corresponde a esa cultura, marginal o irrelevante. Esas propuestas no pasan de ser distintas marcas, distintos envoltorios, de un mismo producto: o un capitalismo empresarial (bastante estatalista, hay que reconocerlo, porque el crecimiento del control estatal es inevitable en cuanto se da la primacía a lo económico), o un capitalismo de estado, modelo chino, árabe o venezolano. Entre el liberalismo más liberal y el marxismo más marxista hay hoy tantas connivencias de fondo que cuesta distinguirlos. La mayor de ellas, el punto de convergencia en el que todos parecen coincidir, es en que lo más importante es producir, ganar dinero y consumir. Lo que borra ya todas las distinciones. Lo cierto es que un liberalismo que no sabe para qué es la libertad, o un socialismo y un comunismo que no tienen noción alguna de la naturaleza de los lazos que hacen florecer una sociedad o una comunidad, son cimientos poco fiables para construir una sociedad sana. Pero eso es lo que queda de la política cuando se retiran de ella el componente religioso y moral (tan estrechamente relacionados, pese a todos los intentos de separarlos). ¿Y de los pueblos? ¿Qué queda de los pueblos?
Cristianos o no cristianos, la verdad es que en estas circunstancias se entiende el desapego a la política, se entiende también la indignación. Y no sólo la indignación de la gente de derechas, sino también la de muchas personas de izquierdas, que se toman en serio su propia vida, la de los demás, el mundo en que vivimos y el para qué de todo. Pero la frustración resignada, o la indignación que es expresión de hartura (hartura de mentiras, hartura de propaganda, de luchas de poder, de humo y de nada), se convierten fácilmente en carne de cañón. Son fácilmente manipulables. Nunca construyen nada. Y ahora ha llegado la hora de construir. Aunque haya que traer los materiales desde muy lejos, aunque para construir haya que empezar muy desde el principio, o desde antes del principio.
Volvemos a nuestra preocupación en el punto de partida. ¿Dónde está en todo esto el pueblo cristiano? ¿Dónde está nuestra voz (puesto que yo soy parte y pastor de ese pueblo )? Una parte de la respuesta, y hasta de la explicación del silencio, puede nacer de la experiencia del precio altísimo que ha pagado la Iglesia, durante el siglo XX, por la manera cómo algunas dictaduras han utilizado o han tratado de utilizar a los cristianos (y por la manera como algunos cristianos, y sobre todo algunos curas, han creído poder usar en su beneficio, que ellos confundían con el beneficio de la Iglesia, el poder de las dictaduras o el respaldo de un estado confesional). Algo parecido ha pasado con la experiencia de la democracia cristiana en Italia y en otros lugares. Hasta tal punto que hoy, a quien ama la fe y la tradición de la Iglesia, se le abren las carnes cuando se oye por ahí de vez en cuando la idea de un partido confesional, abierta o disimuladamente, bajo la cobertura de la familia o de cualquier otra cosa.
En ese tipo de mezcla, las categorías cristianas básicas son profundamente deformadas, con más o menos sutileza, al servicio del poder (ya sea el de la raza, el de la nación o de los intereses económicos). Los cristianos que creen poder servirse de las ventajas que ofrece una posición de influencia para el bien de la evangelización (o de la re-cristianización) de la sociedad, no tardarán mucho en experimentar la amarga decepción de haber sido usados, con su complicidad más o menos ingenua, en función de unos intereses que poco o nada tienen que ver con sus preocupaciones hondas y con su tradición. La reciente experiencia española del “voto católico” como “voto cautivo” (que “no vota por convicción, sino por miedo a la izquierda”, como dijo hace un par de años un político que se cubrió de gloria), y que le ha servido al último gobierno para burlarse de sus votantes en sus mismísimas narices, debería enseñar a unos y a otros los riesgos de una política, supuestamente “pragmática”, basada en concesiones y compromisos. O basada en la rutina, o en la ignorancia (a la vez teológica y política). O, en algunos casos, en la mala fe.
La única que tiene todo que perder en ese camino es la Iglesia, es el pueblo santo de Dios. La decepción experimentada por muchos católicos en este momento no debería provocar reacciones meramente viscerales, sino que debería ayudarnos a comprender algo que debiera ser obvio para un cristiano: que ningún partido es la Iglesia, y que de ninguno de ellos viene ni vendrá jamás la salvación. Que “no tenemos aquí ciudad permanente” (Heb 13, 14), y que en función de esta certeza, tenemos que aprender a articular con más rigor de lo que hemos hecho hasta ahora cómo se construye y se vive en la ciudad de Dios en medio de la ciudad de los hombres.
Y sin embargo, la principal justificación para el silencio y la pasividad del pueblo cristiano en el ámbito político no viene principalmente de esas circunstancias y experiencias del siglo XX, sino de nosotros mismos. Quiero decir, que la hemos causado nosotros mismos. Viene, en efecto, de una posición teórica y práctica en la que hemos educado a ese pueblo durante muchas generaciones: la Iglesia no debe “meterse” en política, porque ese negociado no es de su competencia. Su competencia es lo religioso, cuidadosamente aislado y separado de todo lo humano, (llamado “natural”), y salirse de ahí es extraviarse y extraviar al pueblo. Analizar y sacar a la luz los supuestos implícitos de esta justificación —que también representan una posición política, cuya genealogía filosófica y teológica es perfectamente identificable—, desmontarlos o “deconstruirlos” si es necesario, por fidelidad a la verdad y a la tradición cristiana, va a ser una de las tareas de esta sección del blog.
A otras razones para ese silencio del pueblo cristiano y de los pastores que alguien podría nombrarme y echarme a la cara, mucho más ligadas a lo que San Pablo llamaba “la prudencia de la carne” —el oportunismo que señalaba Georges Bernanos en sus Grandes Cementerios bajo la luna cuando imaginaba la carta que podrían escribir los obispos vascos a los fieles en el caso de una victoria republicana en la guerra civil—, también le dedicaremos alguna atención, la necesaria. (Las pasiones humanas son mucho más fáciles de comprender, y hasta de disculpar, que los errores intelectuales). Dentro de esta “prudencia de la carne” entraría también un cierto temor a hablar con libertad—y a decir lo que dicen el magisterio pontificio y el evangelio acerca de ciertos temas— para no ofender o escandalizar o perder la contribución a la Iglesia de los numerosos católicos que, estando bautizados y llamándose cristianos, dan ostentosa y públicamente culto al dinero y al estado.
Volvamos a la pregunta de antes. ¿Por qué un pueblo cristiano tan numeroso carece casi por entero de incidencia en la economía y en la política, pero incluso en las expresiones más cotidianas de lo que vale la pena en la vida personal y en la vida social? Péguy, por boca de su Juana de Arco, formulaba esa pregunta del siguiente modo: “¿Por qué tantos buenos cristianos no hacen una buena cristiandad?”. Vamos a conceder que la palabra “cristiandad”, al menos en español, tiene unas connotaciones que requieren matices. Concedido eso, podríamos formular la pregunta de Péguy de otra forma: “¿Por qué tantos buenos cristianos no hacen una buena Iglesia?”
Hay una respuesta previa a cualquier otra afirmación o reflexión que quiera hacerse, y que si Dios quiere, intentaré que se pueda ir haciendo en este blog: la Iglesia de la edad moderna, y quizás de un modo particular la Iglesia en España, está paralítica de raíz (o casi) a la hora de tratar, no la política, sino cualquier problema humano, desde la economía al matrimonio, desde la contaminación de los ríos o del aire y la destrucción de la agricultura y de la cultura rural hasta la medicina industrial y la salud humana. Basta con ver la reacción de ciertos sectores de la Iglesia a la encíclica Laudato Si’ o a la exhortación post-sinodal Amoris Letitia (por no decir nada del silencio y el vacío que ya rodeó en general en esos mismos círculos a encíclicas como Deus Caritas est o Caritas in Veritate), para poder decir que muchos de nosotros en la Iglesia tenemos un problema, y un problema serio, con la Doctrina Social de la Iglesia. Esto es, con el cristianismo. Con nuestro cristianismo. Con el significado humano de la fe cristiana. Por eso el Papa Francisco ha insistido, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium en que la Doctrina Social de la Iglesia pertenece al kerygma, esto es, a la esencia y al núcleo de la fe en Jesucristo.
En términos un poco técnicos, que algún otro día será necesario explicar con más detalle, digamos que nuestro problema tiene que ver con la herencia del teólogo jesuita Francisco Suárez. ¡Pobre Suárez! Era un buen teólogo, sus doctrinas las habían venido preparando otros teólogos igualmente buenos y bien intencionados (desde el siglo catorce o desde finales del trece), y quiso sin duda servir a la Iglesia con su trabajo teológico. Pensó que para oponerse a la idea luterana y reformada de una naturaleza decididamente corrompida por el pecado había que construir la idea de una “naturaleza pura”, naturaleza que luego sería elevada al “orden sobrenatural”, un orden que representa necesariamente un añadido totalmente gratuito a esa naturaleza pura, que naturalmente está completa en sí misma y tiene por sí misma los medios para alcanzar su fin “natural”.1 Suárez construyó la existencia de dos órdenes separados, y le dio al ser humano dos fines, uno para cada orden: la vida humana tenía un fin natural y otro sobrenatural. El fin natural sería la felicidad, el fin sobrenatural la visión beatífica, esto es, la visión de Dios. En cada uno de los órdenes, la naturaleza “natural” y la naturaleza “sobrenatural” tienen los medios para alcanzar su fin: la razón y la libertad llevan al hombre a su fin en el orden natural, y la oración y los sacramentos son los medios por los que el hombre elevado al orden sobrenatural (situado en la “naturaleza sobrenatural”, podríamos decir), realiza su santidad, que le lleva a realizar su fin en el orden sobrenatural.
La visión de Suárez se extendió rápidamente por toda Europa (y América) gracias a la potente y extensa red de colegios de la Compañía de Jesús. Pero lo cierto es que la invención de ese orden natural, y de su correspondiente orden sobrenatural, tenía por fuerza que ir dejando paso a la idea de un universo autónomo y cerrado en sí mismo, tanto en el mundo físico como en el mundo humano. En ese universo, Dios era relegado a los márgenes o quedaba sencillamente fuera de la realidad. Y la fe y la teología iban aprendiendo poco a poco a sobrevivir penosamente en una condición de endogamia y en un aislamiento cada vez mayor de todo lo verdaderamente humano. La santidad, lejos de ser una participación por gracia en la comunión del Dios vivo, era una obra del hombre elevado al orden sobrenatural. Desde el principio, al partir de los supuestos de que se partía, razón y fe estaban condenados a terminar oponiéndose, y lo mismo gracia y libertad, y lo mismo (más al fondo) lo humano y lo cristiano en general, o lo humano y lo religioso en general. Ya alguien ha dicho con toda seriedad que el padre de la filosofía moderna no es Descartes, sino Suárez. Y Kant, Feuerbach y Nietzsche son en último término hijos no previstos y no deseados de Suárez.
Decir que nuestro problema tiene que ver con la herencia de Suárez no es implicar que la gente ha leído a Suárez o sabe siquiera algo de lo que pensaba o quién es. Hoy vivimos en un mundo nihilista, respiramos un aire nihilista y obramos y pensamos sobre muchas cosas de la vida de una manera nihilista. (Con un nihilismo blando y sentimental de todo a 1 € que seguramente le haría vomitar a Nietzsche). Pero prácticamente nadie ha leído a Nietzsche o sabe quién es o qué pensaba en realidad Nietzsche o ningún otro de los nihilistas de su tiempo. Lo mismo pasa con Suárez (y en su conjunto, con el pensamiento y con la filosofía moderna o pre-moderna). Y sin embargo, nuestras prácticas, nuestras vidas, nuestras relaciones, llevan todas ellas el sello de una fragmentación que tiene todo que ver con esa separación inventada por la mente moderna: “el orden natural” y “el orden sobrenatural”. Una separación que es tan trágica para el cristianismo como lo es para el mundo.
Esta sección del blog lleva el título de “materiales”. No va a presentar, pues, un pensamiento (ni teológico ni político) coherente en todos sus puntos, ni un “sistema”, ni una enciclopedia o un catecismo. Voy a seleccionar textos que ayuden, en el contexto actual, a la reflexión sobre las relaciones entre teología y política. Algún día, también será preciso explicar adecuadamente por qué se ha escogido el nombre de “política teológica” y no el más habitual de “teología política”. Pero puedo decir ya que los motivos son análogos a los que tuvo Balthasar —y que el mismo Balthasar explica en el volumen 1 de su Gloria—, para usar el de “estética teológica” en lugar de “teología estética”.2 En la “teología política” es casi inevitable que la teología (o la fe) estén desde el principio, o terminen estando al final, al servicio de una determinada política secular, a cuyas categorías se acaba por subordinar el acontecimiento cristiano y las categorías que lo expresan, para que pueda ser útil políticamente. Por decirlo con palabras de Arne Rasmusson, “[en la teología política] la política se convierte en el horizonte también para la fe y la teología”.3 La perspectiva que se asume aquí es justo la contraria: es la teología y la fe (vivida en esa apertura del cielo a la tierra que son los sacramentos, y especialmente la eucaristía), lo que se convierte en el horizonte de toda política hecha por cristianos.
Nuestro punto de partida es, pues, bastante diferente al de la “teología política”. Ese punto de partida está en que toda política —de hecho, toda acción humana— tiene, inevitablemente, consciente o inconscientemente, una dimensión teológica; dicho de otro modo, contiene una teología. Porque toda acción humana, aun las que parecen más banales, contiene dentro de sí una percepción del significado de lo humano, y de la plenitud última de lo humano. Eso es algo que sucede de hecho, no depende de que lo queramos o no lo queramos, de que seamos conscientes de ello o no lo seamos. Estamos expresados en nuestras acciones, en nuestro empleo del dinero y del tiempo, en nuestro modo de comer o de vestir, en nuestras relaciones humanas o en la que tenemos con el trabajo que hacemos y con las instituciones en las que participamos, en el modo de vivir la enfermedad o la salud, en nuestro modo de amar o de morir. Toda acción (como toda palabra) supone una visión última del mundo, supone una cultura, supone una teología. Y la política, la polis, que es un ámbito esencial a la existencia humana, sin el cual la vida humana sencillamente no existe, también supone una teología. “Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón”, decía el Señor en el evangelio (Mt 6, 21). Y lo decía precisamente poniéndonos en guardia contra el ídolo del dinero, uno de los dioses falsos a los que los hombres tenemos más inclinación a servir, hasta el punto de que millones de hombres están dispuestos a pagar el precio de su vida, y a montar guerras, y a sacrificar miles o millones de otras vidas humanas, sólo por ese ídolo. Todo lo que decimos o hacemos tiene una teología. Esa teología puede ser cristiana o pagana, puede ser agnóstica o atea, puede ser secular o religiosa, pero está siempre ahí. Descubrirla, sacarla a la luz, acoger la verdad que tiene y “desenmascarar” las falsedades o las mentiras que encierra, es una parte importante de nuestra labor aquí. Quizás una parte preliminar, pero sumamente importante.
¿Y si al hacer esto nos diéramos cuenta, por ejemplo, de que, aunque vayamos a Misa los domingos, o de vez en cuando, o aunque comulguemos a diario, nuestra concepción del trabajo o de la salud o del amor son netamente paganas, o son tales que vienen a ser incompatibles con el hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y haya derramado su sangre para rescatarnos del poder del pecado y de la muerte?
¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que nuestra concepción de la educación está toda ella basada en el concepto pagano o nihilista del “éxito” como plenitud última de la vida (y del éxito como algo vinculado al dinero que se gana), y que todas nuestras prácticas educativas, aunque más o menos espolvoreadas por encima de eso que se llaman “valores” cristianos, estuvieran en realidad destinadas a transmitir esa concepción de la vida, esa religión y esa fe?
¿Y si todo el discurso ideológico sobre la separación entre lo religioso etéreo y lo supuestamente profano, entre las realidades humanas y el ámbito enteramente distinto de las realidades “sobrenaturales” (o de la vida interior), sólo tuviera como meta hacer compatible esa vida pagana con seguir llamándonos cristianos? ¿Si todo eso sólo sirviera para hacer posible que vivamos todas (o casi todas) las realidades humanas exactamente igual que quienes no tienen fe, y que luego, unas horas a la semana o un rato al día, nos sumerjamos en un mundo distinto, donde se habla de humildad y de caridad y de otras cosas, que son bellas y atractivas siempre que no salgan de su ámbito propio, y que no se nos ocurra pretender que la vida “real” se rija por ellas? ¿Y si todo eso sólo consiguiera el extraño efecto de que podamos ser paganos y cristianos a la vez, paganos que se resisten (un poco) a dejar del todo de ser cristianos, pero que no se sienten capaces de dejar su paganismo y sus prácticas paganas, o de dejar su nihilismo de fondo y sus prácticas nihilistas, y ni siquiera de suplicarle a Dios perdón y fuerzas para dejarlo, porque tampoco hay ninguna conciencia de que habría que suplicárselo, porque si la democracia y el mercado y la seguridad social funcionasen bien esto ya sería el Paraíso?
Sí, es más que posible que todos nosotros seamos un poco “paganos bautizados”. Y que no nos sintamos del todo a disgusto con esa condición, en nombre de un supuesto “realismo”, esto es, de que este es el mundo que tenemos, y que, después de todo, hay que vivir en él. Lo “bueno” de esa separación es que nos permite hacernos la ilusión de que es posible estar en los dos lados a la vez sin tener conflicto de conciencia. Pero cuando vivimos en esa ilusión ya hemos perdido la fe (y la razón), ya hemos escogido: y la prueba de ello es que no somos capaces, ni de vivir en una alegría verdadera (nuestra moral se vuelve una carga, y el evangelio pasa, de ser una buena noticia, a ser una fuente de extrañas exigencias), ni de transmitirle esa fe sincera y libremente a nadie.
Dicho esto, vamos a empezar. Ni siquiera voy a tratar de convencer a nadie. Sólo quiero recoger testimonios de unas vidas, o de un pensamiento, en los que el Reino de Dios no está al servicio de la ciudad de los hombres o no se limita a “colaborar” o a “cooperar” con ella en algunos aspectos “de interés común”, sino con los que los cristianos —y a lo mejor algunos otros que no lo son— podemos volver a aprender a vivir como el cuerpo de Cristo, en orden a mostrar visiblemente a los hombres, de cualquier cultura y tradición, algo de la belleza de ese Reino. Dicho de otro modo, el mayor servicio que la Iglesia hace al mundo y a la polis, hoy como en el Siglo I, es ser ella misma. La política de la Iglesia es ser simplemente la Iglesia, esposa y cuerpo de Cristo, anticipo de la ciudad del cielo de que habla el final del Apocalipsis, sin complejos y sin reducciones.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada