Tomado de Suffering Presence: Theological Reflections on Medicine, the Mentally Handicaped, and the Church, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1986, pp. 63-83. Reimpreso en M. Therese Lysaught & Joseph J. Kotva (eds.), On moral Medicine. Theological Perspectives in Medical Ethics. Third Edition, Eerdmans, Grand Rapids, Michigan, 2012, pp. 43-51.
Un texto y un relato
Aunque no es inaudito que un teólogo comience un ensayo con un texto de la Escritura, es relativamente raro que aquellos que abordan temas médicos lo hagan. Sin embargo, empiezo con un texto, ya que casi todo lo que tengo decir no es sino un comentario sobre este pasaje de Job 2: 11-13:
“Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo sobre su cabeza. Luego se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande”.
No quiero comentar inmediatamente el texto. En su lugar, pienso que es mejor empezar contando una historia. La historia es sobre una de mis primeras amistades. Cuando yo estaba en mi primera adolescencia tenía un amigo, vamos a llamarle Bob, que significaba todo para mí. Dimos nuestros primeros pasos vacilantes para crecer compartiendo esas cosas que hacen los jóvenes: es decir, salir con dos chicas a la vez, actividades deportivas, y un sin fin de discusiones sobre cada tema. Durante dos años fuimos inseparables. Yo apreciaba mucho la amistad de Bob, ya que no sólo era más brillante y más talentoso que yo, sino que también provenía de una familia de condición económica bastante mejor que la mía. A través de Bob fui introducido en un mundo que de otro modo difícilmente hubiera sabido que existiese. Por ejemplo, pasábamos horas en su casa jugando al billar en una habitación que fue construida para ese propósito; y nadábamos en el lago sobre cuya vista se había construido expresamente su casa.
Un domingo por la mañana muy temprano recibí una llamada de Bob pidiéndome que fuese a verle inmediatamente. Lloraba intensamente, pero a través de su llanto fue capaz de decirme que acababan de encontrar su madre muerta. Se había suicidado colocando una escopeta en su boca. Yo supe inmediatamente que no quería ir a verlo ni tener que enfrentar una realidad como esa. Yo no había conocido aún la desesperación que se esconde bajo nuestras rutinas diarias, y no quería conocerla. Además, no quería ir porque sabía que no había nada que pudiera hacer o decir para hacer que las cosas pareciesen mejor de lo que eran. Finalmente, no quería ir porque no quería estar cerca de alguien que hubiese sido tocado por una tragedia semejante.
Pero fui. Me sentí torpe, pero fui. Y al llegar a la habitación de Bob nos abrazamos, un gesto casi inaudito de entre jóvenes del suroeste, y lloramos juntos. Después de ese primer momento de tristeza compartida, de algún modo nos calmamos y dimos un paseo. Estuvimos juntos el resto del día y de la noche. No recuerdo lo que dijimos, pero recuerdo que fue intrascendente. No hablamos de su madre o de lo que había sucedido. No especulamos acerca de por qué ella podría haber hecho tal cosa, aunque no podía creer que alguien que parecía tener una vida tan buena quisiera morir. Hicimos lo que siempre hacíamos. Hablamos de chicas, de fútbol, de coches, de películas y de cualquier otra cosa que fuera lo suficientemente intrascendente como para distraer nuestra atención de este horrible suceso.
Al pensar en ese momento, ahora me doy cuenta de que sin duda ha sido uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Que fuese así queda al menos parcialmente indicado por la frecuencia con la que he pensado en ello, y he tratado de entender su significado en los años transcurridos desde entonces hasta ahora. Y cada vez que he reflexionado sobre lo que sucedió en ese corto espacio de tiempo, he recordado también lo inepto que fui para ayudar a Bob. No sabía qué es lo que debería o podría decirse. No sabía cómo para ayudarle a sortear un suceso tan horrible, de modo que pudiera seguir adelante. Lo único que pude hacer fue estar presente.
Pero el tiempo me ha ayudado a comprender que esto es todo lo que él quería. Esto es, mi presencia. Porque tan inepto como fui, mi voluntad de estar presente era una señal de que no era un acontecimiento tan horrible que nos alejase de todo otro contacto humano. La vida podía continuar, y en los días que siguieron pudimos volver a nadar juntos, concertar citas dobles, y en general perder el tiempo. Ahora creo que en ese momento Dios me concedió el maravilloso privilegio de ser una presencia frente a un dolor y sufrimiento profundos, incluso cuando yo no apreciaba el significado de estar presente.
Sin embargo, la historia no puede terminar aquí. Porque si bien es cierto que Bob y yo seguimos siendo amigos, nada fue igual. Durante algunos meses continuamos viéndonos a menudo, pero de alguna manera la alegría inocente de querernos se había ido. Lentamente nos dimos cuenta de que nuestras vidas iban en diferentes direcciones e hicimos nuevos amigos. No hay duda de que la diferencia entre nuestras oportunidades sociales y culturales ayuda a explicar hasta cierto punto nuestra separación. Bob finalmente fue a Princeton y yo a la Southwestern University en Georgetown, Texas.
Pero ese tipo de explicación para nuestro distanciamiento es insuficiente. Lo que estaba entre nosotros era ese día y esa noche que pasamos juntos bajo el peso de una tristeza profunda que ninguno de nosotros, hasta ese momento, sabía que pudiera existir. Habíamos compartido un dolor tan intenso que por un corto período de tiempo nos había hecho más cercanos de lo que nos dábamos cuenta, pero ahora el mismo dolor que creó ese compartir se puso en medio del desarrollo de la amistad. Ninguno de los dos queríamos recuperar ese tiempo, y tampoco sabíamos cómo hacer de esa noche y ese día una parte de nuestra historia juntos. Así que fuimos por caminos separados. No tengo ni idea de lo que ha sido de Bob, aunque de vez en cuando me acuerdo de preguntar a mi madre si sabe algo de él.
¿Tiene la medicina necesidad de la Iglesia? ¿Es que podrían, acaso, este texto y esta historia ayudarnos a entender esa cuestión, y mucho menos aún, sugerir cómo se podría responder? Sin embargo, voy a defender en este ensayo que así es. Dicho brevemente, lo que intentaré demostrar es que si la medicina puede entenderse correctamente como una actividad que entrena a algunos en orden a saber ser presencia para los que sufren, algo muy parecido a la Iglesia tendrá que ser necesario para sostener esa presencia día sí y día también. Antes de intentar desarrollar esa tesis, sin embargo, necesito hacer un poco de desbroce conceptual para dejar claro exactamente qué tipo de afirmación estoy tratando de hacer sobre la relación entre salvación y salud, medicina e Iglesia.
Religión y medicina: ¿hay o debería haber una relación?
Es un hecho bien conocido que durante la mayor parte de la historia de la humanidad ha habido una estrecha afinidad entre religión y medicina. De hecho, esa misma manera de plantearlo es engañosa, ya que invocar una relación sugiere que han sido distintas, y muchas veces no fue así. Desde los primeros tiempos, enfermedad y dolencia no se vieron como asuntos que carecen de significado religioso, sino como resultado del desfavor divino. Como Darrel Amundsen y Gary Ferngren nos han recordado recientemente, las escrituras hebreas a menudo representan a Dios prometiendo
salud y prosperidad para el pueblo de la Alianza si le son fieles, y enfermedad y otros sufrimientos si rechazan su amor. Esta promesa recorre el Antiguo Testamento. “Si de veras escuchas la voz de Yahveh, tu Dios, y haces lo que es recto a sus ojos, dando oídos a sus mandatos y guardando todos sus preceptos, no traeré sobre ti ninguna de las plagas que envié sobre los egipcios; porque yo soy Yahveh, el que te sana.” (Éxodo 15:26) ([2], p. 92).
Esta visión de la enfermedad no estaba sólo asociada a la comunidad en su conjunto, sino a individuos. Así, en Salmo 38 el lamento es
Nada [hay] intacto en mi carne por tu enojo, nada sano en mis huesos debido a mi pecado… mis llagas son hedor y putridez, debido a mi locura; entumecido, molido totalmente, me hace rugir la convulsión del corazón…. ¡No me abandones, tú, Yahveh, ¡Dios mío, no estés lejos de mí! ¡Date prisa en auxiliarme, oh Señor, mi salvación! (Sal 38, 3. 5. 8. 21-22).
Amundsen y Ferngren señalan que esta visión de la enfermedad viene acompañada del presupuesto de que el reconocimiento del arrepentimiento por nuestro pecado era esencial para nuestra curación. Así, en el Salmo 32:
Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día, mientras pesaba, día y noche, tu mano sobre mí; mi corazón se alteraba como un campo en los ardores del estío. Mi pecado te reconocí, y no oculté mi culpa; dije: «Me confesaré a Yahveh de mis rebeldías.» Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado. (vv 3-5). ([2], p. 93).
Dado que enfermedad y pecado estaban estrechamente relacionados, no es sorprendente que la curación también se asociase con prácticas religiosas —o, dicho con más precisión, la curación era una disciplina religiosa. En efecto, Amundsen y Ferngren señalan finamente que, puesto que lo más importante era la relación de una persona con Dios, el medio principal de curación era naturalmente la oración. Eso excluía claramente la magia, y por ello el código Mosaico prohibía adivinos, augures, hechiceros, encantadores, magos y otras figuras que ofrecían medios para controlar o evitar la cuestión principal de la relación con Yahweh ([2], p. 94). También sugieren que por esto ninguna práctica médica sacerdotal se desarrolló en Israel asociada al sacerdocio. Más bien tiende a prevalecer el patrón del Éxodo, en el que enfermedad y curación están asociadas más estrechamente con la actividad profética.
La comunidad cristiana primitiva parece haberse preocupado poco de cambiar estos presupuestos básicos. Si acaso, los intensificó, agregando lo que Amundsen y Ferngren llama la “paradoja central” del Nuevo Testamento:
La fuerza viene sólo a través de la debilidad. Esta fuerza es la fuerza de Cristo, que sólo viene mediante la vinculación con él. En el Evangelio de Juan, Cristo dice: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí (16, 33). En el mundo tendréis tribulación”. Esa tribulación hay que esperarla y aceptarla. Pero para el cristiano del Nuevo Testamento, ningún sufrimiento carece de sentido. El propósito y el significado últimos que están detrás del sufrimiento cristiano en el Nuevo Testamento es la madurez espiritual. Y la meta última de la madurez espiritual es una estrecha vinculación con Cristo que se caracteriza como la confianza de un niño. ([2], p. 96).
De este modo, la enfermedad se ve como una oportunidad para crecer en la fe y en la confianza en Dios.
Debido a esta forma de considerar tanto el efecto positivo como el negativo de la enfermedad, Amundsen y Ferngren hacen notar que siempre ha habido un cierto grado de tensión en el modo como los cristianos entienden la relación entre la teología y la medicina secular, entre la Medicina del alma y la Medicina del cuerpo.
Desde una perspectiva, si Dios envía la enfermedad para castigar o probar a una persona, es a Dios a quien uno debe volverse en busca de cuidado y curación. Si Dios es a la vez la fuente y el sanador de los males de una persona, el recurso a la Medicina humana es circunvalar el marco espiritual recurriendo a la sabiduría mundana. Desde otra perspectiva, aunque Dios es la fuente de la enfermedad, o aunque Dios permite la enfermedad y es el curador final, la voluntad de Dios puede cumplirse mediante agentes, que con la ayuda divina han adquirido la capacidad para ayudar en el proceso curativo. La mayoría de los cristianos han afirmado que el agente humano de atención, el médico, es un instrumento de Dios, usado por Dios para traer socorro a la humanidad. Pero en todas las épocas, ha habido algunos que han sostenido que cualquier recurso la medicina humana es una falta de fe. Esta ambivalencia en la actitud cristiana, tanto entre los teólogos como en el pueblo fiel, siempre ha estado presente en alguna medida. ([2], p. 96).
Tampoco es posible separar o distinguir religión y medicina partiendo de la base de una distinción entre alma y cuerpo. Pues, como Paul Ramsey nos ha recordado, los cristianos afirman que Dios nos ha creado y nos mantiene como almas encarnadas ([14], p. xiii). La religión no se ocupa del alma y la medicina del cuerpo. Quienes practican la una o la otra son de sobra conscientes de la inseparabilidad de alma y cuerpo; o, tal vez mejor, se dan cuenta de que ambas categorías son abstracciones. Además, cuando la religión legitima demasiado fácilmente la independencia total de la atención médica, limitando la medicina a la comprensión mecánica y al cuidado del cuerpo, ello tiene como resultado unas convicciones religiosas que se vuelven etéreas. Podría darse el caso que sólo en la medida en que el cristianismo está siempre tentado en la dirección del gnosticismo y del maniqueísmo acepta demasiado a la ligera una comprensión tecnológica de la medicina. Los cristianos, si han de ser fieles a sus convicciones, no siempre podrán evitar el conflicto, al menos potencial, entre sus propios supuestos sobre la enfermedad y la salud y sobre cómo los enfermos deben ser atendidos, y los presupuestos de la medicina. Uno espera la cooperación, por supuesto, pero estructuralmente la posibilidad de conflicto entre la Iglesia y la medicina no puede excluirse, ya que ambas implican convicciones y prácticas relacionadas con el mismo tema.
Dicho de otra forma, dada la comprensión que tienen el judaísmo y el cristianismo de la relación de la humanidad con Dios —es decir, de cómo entendemos la salvación—, la salud nunca puede ser pensada como una esfera autónoma. Más aún, en la medida en que la medicina es una actividad especializada que se aparta de las convicciones religiosas, no se puede excluir la posibilidad de que haya conflictos entre religión y medicina. Porque, en muchos sentidos, esta última está constantemente tentada de ofrecer una forma de salvación que desde un punto de vista religioso puede acercarse a la idolatría. La capacidad de la medicina moderna para la curación es a la vez un beneficio y una trampa potencial. Con demasiada frecuencia está tentada de aumentar su poder ofreciendo algo más que cuidados, ofreciendo de hecho el alivio de la condición humana, por ejemplo, con el desarrollo de corazones artificiales. Esto no es culpa de los médicos, aunque a menudo alientan esa idolatría; más bien la culpa es de aquellos de nosotros que pretenciosamente colocamos expectativas indebidas en la medicina con la esperanza de encontrar un remedio terreno a nuestra condición mortal. Pero no hemos de olvidar nunca que la relación entre medicina y salud, y especialmente la salud de una población, es igual de ambigua que la relación entre Iglesia y salvación.
Con la esperanza de lograr la paz entre medicina y religión, se han sugerido dos propuestas muy diferentes e igualmente insatisfactorias. La primera defiende una fuerte división del trabajo entre medicina y religión, limitando el alcance de la medicina al mecanismo de nuestro cuerpo. Aunque es cierto que la medicina implica, de manera única, la transmisión de la sabiduría acerca del cuerpo de una generación a otra, no hay manera de que la atención médica pueda limitarse al cuerpo y siga siendo buena Medicina [10]. Como Ramsey nos ha recordado una y otra vez, el compromiso moral del médico no es tratar enfermedades, o a poblaciones, o a la raza humana, sino al paciente concreto que tiene delante ([14], págs. 36, 59). Desde la perspectiva religiosa, por tanto, la atención ofrecida por los médicos no puede abstraerse del compromiso moral de cuidar, que se fundamenta en nuestra visión de que cada aspecto de nuestra existencia depende de Dios.
Del mismo modo, al clero, no menos que a los médicos, le importa el bienestar físico del paciente. Ninguna consideración sobre destrezas y conocimientos técnicos puede legitimar al clero para retirarse al reino de lo espiritual, con el fin de reclamar todavía alguna continuidad de utilidad y de estatus. Ese retirarse es igual de infiel que abandonar el mundo natural al médico apoyándose en que Dios es un Dios de la historia y no de la naturaleza. Para la Iglesia y sus ministros, abandonar las afirmaciones sobre el cuerpo en nombre de una falta de capacitación, equivale a reducir a Dios a las lagunas en la teoría científica. Esta estrategia no sólo es una fe mala, sino que hace que las convicciones religiosas aparezcan, en el mejor de los casos, como irrelevantes, y como estúpidas en el peor.
La segunda alternativa a la aceptación de la autonomía de la Medicina respecto de nuestras convicciones religiosas busca mantener una estrecha relación por la re-sacralización de la atención médica. La Medicina requiere una “visión holística del hombre” ([7], p. 9) porque el cuidado que aporta es sólo un aspecto de la salvación. De este modo, la Iglesia y su teología sirven a la atención médica promoviendo una visión holística del hombre, que puede proporcionar una comprensión global de la salud humana [que] incluye la mayor armonía posible de todas las fuerzas y energías humanas, la mayor espiritualización posible de los aspectos corporales del hombre y la más fina encarnación de lo espiritual. La verdadera salud se revela en la auto-realización de la persona que ha alcanzado esa libertad que orienta todas las energías disponibles al cumplimiento de su vocación humana total. ([7], p. 154).
Sin embargo, esta visión de la salud no puede sino pervertir el tipo de atención que los médicos han de proporcionar. Los médicos sostienen con razón que su destreza tiene que ver primeramente con el cuerpo, ya que la medicina nos promete la salud, no la felicidad. Cuando esa comprensión integral de la salud se convierte en la meta de la Medicina, sólo se traduce en que la atención médica promete más de lo que puede ofrecer. Como resultado, somos tiranizados por los agentes de la medicina porque voluntariamente les hemos confiado demasiado poder. Ya es una tarea suficientemente difícil en nuestra sociedad mantener en sus límites las expectativas que tiene la gente en la Medicina moderna; proporcionando legitimidad religiosa a esta comprensión inflada de la salud sólo complicamos el problema. Ciertamente, nosotros creemos que cualquier explicación de la salvación incluye las preguntas acerca de la salud, pero eso no significa que la medicina pueda o deba nunca llegar a ser la agencia de la salvación. Acaso, en el hecho de que muchos hoy buscan una salvación por medio de la medicina, se pone de manifiesto un juicio fundamental acerca del fallo de la Iglesia a la hora de ayudarnos a señalar dónde está la salvación.
¿Puede la ética médica ser cristiana?
La ya compleja cuestión de la relación entre la Religión y la Medicina sólo se vuelve más confusa cuando volvemos nuestra atención a los desarrollos más recientes de la ética médica. Pues, aunque son pensadores religiosos los que han estado en la vanguardia de gran parte del trabajo realizado en el campo de la “ética médica”, no está claro que hayan estado allí en tanto que pensadores religiosos. Joseph Fletcher [5], Paul Ramsey [13], James Gustafson [6], Charles Curran [4] y Jim Childress [3], por nombrar sólo unos pocos, han trabajado mucho en el campo de la ética médica, pero a menudo es difícil decir de qué manera sus convicciones religiosas han significado una diferencia en la metodología empleada o en su respuesta a dilemas específicos. De hecho, es interesante observar que rara vez plantean problemas acerca del significado de la salud y de la salvación o de la relación entre ellas, ya que parece que prefieren ocuparse de cuestiones acerca de la muerte y del morir, de si hay o no que decir la verdad, etc.
Al llamar la atención sobre este hecho en modo alguno quiero despreciar el tipo de reflexión que se ha hecho sobre estas cuestiones. Todos nos hemos beneficiado de su análisis cuidadoso y de las distinciones relativas a tales problemas. Sin embargo, uno tiene que preguntarse si, al dejar que la agenda se establezca de ese modo, no habremos perdido ya la perspectiva teológica. Porque la misma concentración en “cuestiones discutidas” y “dilemas” como central para la ética médica tiende a garantizar y a sostener la práctica de la Medicina tal como la conocemos, más que a plantear un desafío a algunos de los presupuestos básicos de la práctica y del cuidado médicos. Debido a este fallo que evita plantearse las cuestiones más fundamentales, las preocupaciones que podrían proporcionar más acceso a nuestras afirmaciones teológicas no se plantean siquiera.
Hay al menos dos razones para esto que creo vale la pena mencionar. La primera tiene que ver con las características de la propia ética teológica. Tendemos a olvidar que el desarrollo de una «ética cristiana» es un desarrollo relativamente reciente [8]. Ha sido tan sólo en los últimos cien años cuando algunos se han denominado a sí mismos “especialistas en ética” en lugar de simplemente teólogos. Y no está en absoluto claro que sepamos indicar cuál es la diferencia conceptual y metodológica que nos permite reclamar para nuestra ética la calificación de cristiana a diferencia de otros tipos de reflexión ética. Con la esperanza de asegurarse una claridad grande acerca de su trabajo, muchos de los que han identificado su trabajo como cristiano han aceptado, sin embargo, que el significado y el método de la “ética” venía determinado fundamentalmente desde fuentes no-cristianas. En cierto sentido, la misma concentración en las cuestiones de «ética médica» fue como una bendición para muchos especialistas en ética “religiosos”, ya que parecía proporcionarles una actividad coherente sin tener que abordar la cuestión fundamental de qué es lo que hace que una ética cristiana sea cristiana.
Esto puede ilustrarse asistiendo al debate entre los especialistas en ética cristianos acerca de si el razonamiento moral cristiano es principalmente deontológico o consecuencial. Este debate ha sido particularmente importante para la ética médica, ya que obviamente la manera de pensar acerca de la experimentación no-terapéutica, de si hay que decir la verdad, de los trasplantes, y de una larga serie de otras cuestiones, parece activar esta cuestión. Por ejemplo, Joseph Fletcher, que escribió uno de los primeros libros de un protestante sobre ética médica, siempre ha argumentado en favor de una posición consecuencialista, matizando de este modo el compromiso del médico con un paciente individual en nombre de un bien mayor [5]. En contraste con esta posición, Paul Ramsey ha subrayado que la “alianza” del médico con el paciente es de tal naturaleza que ninguna cantidad de bien que pueda lograrse debería pasar por encima de ese compromiso [14].
Es interesante observar cómo cada uno de ellos hace apelaciones teológicas para apoyar su propia posición. Fletcher apela al amor como su norma básica, interpretándolo en la clave del bien mayor para el mayor número, pero no está claro cómo su manera de entender el amor se justifica o se controla desde una perspectiva teológica. La posición de Ramsey tiene un peso teológico más fuerte debido a su énfasis en la “alianza”, que es un motivo teológico central, pero no está claro cómo los muchos “pactos de una vida con otra en los que nacemos” requieren esa alianza de Dios con un pueblo concreto que encontramos en la Escritura. El uso que hace Ramsey del lenguaje de la alianza sirve para garantizar una ley ética natural cuyo estatus no está claro ni teológica ni filosóficamente.1
Lo interesante del debate entre Fletcher y Ramsey es que podría haberse llevado a cabo lo mismo al margen por completo de las premisas teológicas que cada parte invocaba. Los términos claves del debate —consecuencial y deontológico— están básicamente tomados prestados de contextos filosóficos y dependen de los presupuestos de ciertas tradiciones filosóficas. Por supuesto que eso no significa por sí mismo que tales cuestiones y conceptos sean irrelevantes para nuestro trabajo como teólogos, pero lo que falta es cualquier sentido acerca de cómo la cuestión de esa contraposición entre las dos “éticas”, tal y como se presenta, se desarrolla en la historia, y de cómo depende o está configurada por nuestros compromisos concretos como teólogos.
La cuestión de la naturaleza de la ética teológica y de su relación con el desarrollo de la reflexión ética en la medicina y acerca de la medicina se complica aún más por nuestra situación cultural actual. Como Ramsey ha señalado, estamos hoy tratando de hacer lo imposible, esto es, de “construir una civilización sin una tradición civil consensuada, y [en] ausencia de un consenso moral” ([13], p. 15). Esto hace que la práctica de la medicina sea aún más moralmente desafiante a la práctica médica, ya que no está en modo alguno claro cómo puede sostenerse un comportamiento médico no arbitrario en una sociedad genuinamente pluralista desde el punto de vista moral. Por ejemplo, gran parte del debate sobre cuándo alguien está “realmente” muerto no es simplemente el resultado de nuestro mayor poder tecnológico para mantener la sangre fluyendo a través de nuestros cuerpos, sino que pone de manifiesto nuestra falta de consenso acerca de qué constituye una vida bien vivida, y en sentido correlativo, qué es una buena muerte. En ausencia de ese consenso, nuestro único recurso es invocar reclamaciones y contra-reclamaciones acerca del “derecho a vivir” y el “derecho a morir”, con el resultado de un empobrecimiento aún mayor de nuestro lenguaje moral y de nuestra comprensión de la realidad. Es más, la única forma de crear una medicina “segura” en semejante situación es esperar que los médicos nos traten como si la muerte fuera el enemigo final a ser aplazado por todos los medios. Después culpamos a los médicos por mantenernos vivos más allá de lo razonable, pero no nos damos cuenta de que si no lo hicieran no sabríamos cómo distinguirlos de asesinos.
Alasdair MacIntyre ha planteado este tipo de cuestiones directamente en su ensayo: «¿Puede la medicina prescindir de una perspectiva teológica acerca de la naturaleza humana?” En lugar de dirigir su atención hacia lo que se ha vuelto problemático para médicos y cirujanos —cuestiones tales como la de cuándo es apropiado dejar que alguien muera—, dice que quiere dirigir nuestra atención hacia lo que todavía se da por supuesto, “es decir, el carácter incondicional y absoluto de algunas de las obligaciones médicas hacia los pacientes” ([12], p.120). La dificultad está en que la filosofía moderna, según MacIntyre, ha sido incapaz de ofrecer una explicación persuasiva acerca de esa obligación.
O bien la distorsionan y la representan mal, o bien la hacen ininteligible. Los moralistas que tienen en cuenta la teleología terminan por lo general distorsionándola y tergiversándola. Porque empiezan con una noción de reglas morales que explican cómo debemos comportarnos si queremos alcanzar ciertos fines, y tal vez el fin para el hombre, el summum bonum. Si rompo tales reglas no conseguiré alcanzar algún bien humano y quedaré de este modo frustrado y empobrecido. ([12], p. 122).
Pero MacIntyre señala que esta visión considera el fracaso moral como si fuese un fracaso educativo, y carece de la profundidad de la culpa que debería acompañar al fracaso moral. Más importante, tal planteamiento no tiene en cuenta el mal que positivamente sabemos que ciertas personas claramente persiguen.
Los filósofos morales, en cambio, que tienden a preservar el carácter incondicional y absoluto de los requisitos centrales de la moral, sin embargo, inevitablemente hacen parecer estos “deberes” como arbitrarios. De lo que no son capaces es de mostrar cómo estos deberes se derivan racionalmente de una explicación del verdadero fin del hombre. Kant sólo pudo hacerlo porque mantuvo el presupuesto (que él mismo no fue capaz de justificar dentro de su propia posición filosófica) de que “la vida del individuo y también de la raza humana es un viaje hacia una meta” ([12], p. 127). Sin embargo, una vez que esta presuposición se ha perdido, y MacIntyre cree que en nuestra cultura está perdida, entonces carecemos de los recursos para mantener precisamente esos presupuestos morales que parecen esenciales para asegurar la integridad moral de la Medicina.
Tal situación parece madura para una respuesta teológica, ya que podría cuando menos sugerirse que, en estas circunstancias, viene a ser nuestra tarea como teólogos servir a nuestra cultura en general y a la medicina en particular, suministrando la necesaria justificación. Sin embargo, MacIntyre sostiene que tal estrategia está abocada al fracaso, debido a que la propia inteligibilidad de las afirmaciones teológicas se ha sido problematizada por el ethos de la modernidad. Por lo tanto, en la exacta medida en que los teólogos tratan de hacer sus afirmaciones en las claves que ofrece la modernidad, lo único que hacen es confirmar el supuesto de que el lenguaje teológico no puede ser significativo.
Este tipo de dilema se agudiza de forma particular cuando se trata de medicina. Porque si el teólogo intenta sostener el ethos médico apoyándose en las convicciones propias de los cristianos, en la medida en que esas convicciones son particulares, sólo servirán para poner de relieve la falta de una moralidad social común. Y así, los teólogos, en interés del consenso cultural, a menudo tratan de minimizar el carácter distintivo de sus convicciones teológicas en interés de la armonía social. Pero en el proceso sólo reforzamos el supuesto de muchos de que los aspectos teológicos no tienen mucha importancia para el modo como la medicina se entiende a sí misma o para cómo se abordan diversos temas. En el mejor de los casos, a la teología o a la religión sólo le queda el justificar la preocupación por el “paciente integral”, pero ni siquiera está claro cómo esa preocupación depende o se deriva de una convicción teológica substantiva que sea distinta del humanismo.
Casi como si tuviéramos la sensación de que no hay forma de resolver este dilema, los teólogos y los profesionales religiosos que trabajan en ámbito sanitario han tendido a asociarse al movimiento de los derechos de los pacientes. Al menos una de las maneras de resolver nuestro dilema cultural es proteger al paciente de la medicina, restableciendo la autonomía del paciente frente al médico. Aunque ciertamente no quiero subestimar la importancia de que los pacientes recuperen un sentido de la medicina como una actividad en la que jugamos un papel tan importante como el del médico, el énfasis en los derechos del paciente frente el médico no puede resolver nuestra dificultad. No es más que un intento de sustituir con salvaguardas procedimentales lo que sólo pueden suministrar unas convicciones sustantivas. Como resultado, nuestra atención se distrae del verdadero desafío que tenemos delante a la hora de formar un ethos que sea capaz de sostener sostener una práctica de la medicina con dignidad moral.
Dolor, soledad y presencia: la Iglesia y el cuidado de los enfermos
No puedo ofrecer ninguna “solución” a las cuestiones planteadas en la sección anterior, puesto que pienso que no tienen solución alguna, dada nuestra situación social y política. Más aún, creo que progresaremos poco en estos asuntos en la medida en que intentemos abordar estas cuestiones en términos de dicotomías entre religión y medicina o de la relación entre ética médica y teología. Lo que se necesita, en cambio, es un planteamiento diferente de la cuestión. En esta sección intentaré hacer eso volviendo al texto y a la historia que conté al principio para sugerir cómo ambos pueden ayudarnos a recordar que más fundamental que la religión y la moralidad es la cuestión del tipo de comunidad que es necesario para sostener el cuidado de los enfermos a largo plazo.
De hecho, parte del problema de discutir la cuestión de la “relación” entre unos términos tan generales como «medicina” y “religión” es que cada uno de esos términos, a su manera, distorsiona el carácter de aquello que se pretende describir. Por ejemplo, cuando hablamos en general de “religión” en vez de hablar acerca de un conjunto específico de creencias, comportamientos y hábitos encarnados por un grupo concreto de personas, nuestra explicación siempre tiende a ser reduccionista. Hace que parezca que por debajo de lo que la gente realmente cree y hace hay una realidad más profunda llamada “religión”. Es como si pudiéramos hablar de Dios separadamente de cómo un pueblo ha aprendido a rezarle a ese Dios. De la misma manera, a menudo tendemos a simplificar excesivamente la naturaleza de la medicina tratando de captar las muchas actividades cubiertas por ese término en una definición o en un sistema ideológico. Lo que hacen los médicos a menudo es bastante diferente de lo que dicen que hacen.
Más aún, la cuestión de la relación de la teología con la ética médica es demasiado abstracta. Porque cuando el problema se plantea de ese modo, da la impresión que la Religión es principalmente un conjunto de creencias, una visión del mundo, que puede o no tener implicaciones sobre cómo entendemos y respondemos a ciertos tipos de dilemas éticos. Aunque es sin duda verdad que el cristianismo implica creencias, el carácter de esas creencias no puede entenderse aparte de su papel en la formación de una comunidad que lleva a cabo ciertas prácticas cultuales. Al centrarme en este hecho, espero sacar a la palestra una perspectiva distinta sobre cómo aquellos que están llamados a cuidar de los enfermos pueden recurrir y contar con el tipo particular de comunidad que llamamos Iglesia.
No pretendo, por ejemplo, sostener que la medicina deba ser reclamada en modo alguno decisivo como dependiente de la teología. Tampoco quiero sostener que el desarrollo de la “ética médica» vaya a requerir en última instancia el reconocimiento teológico o el recurso a presupuestos teológicos. Más bien quiero tratar de demostrar por qué, dadas las particulares exigencias que se depositan sobre los que cuidan a los enfermos, para sostener ese cuidado es necesario algo muy parecido a una iglesia.
Para desarrollar este punto quiero llamar la atención sobre un aspecto de la enfermedad, obvio pero que a menudo se pasa por alto: a saber, que cuando estamos enfermos nos duele, y estamos en el dolor. Soy consciente de que a menudo estamos enfermos sin tener dolor —por ejemplo, en el endurecimiento de las arterias—, pero eso no descalifica en última instancia mi punto de vista general, ya que sabemos que esa enfermedad producirá a la larga dolor físico y mental. Tampoco estoy particularmente preocupado por la observación de que muchos dolores son “psicológicos”, y carecen de una base fisiológica real. Los médicos tienen razón al insistir en que las personas que dicen tener dolor, incluso cuando no se puede encontrar ninguna base orgánica para ese dolor, tienen dolor de hecho, aunque puedan estar equivocados en el tipo de dolor que es.
Además, soy bastante consciente de que hay muchos tipos de dolor, así como de intensidad de los dolores. Lo que es sólo un daño menor para mí puede ser un trauma importante para otro. El dolor llega en muchas formas y tamaños, y nunca es posible separar en el dolor los aspectos psicológicos de los orgánicos. Por ejemplo, el sufrimiento, que no es lo mismo que el dolor ya que podemos sufrir sin tener dolor, es sin embargo similar al dolor en cuanto que es un sentimiento de deficiencia que puede hacernos tan miserables como el dolor mismo.2
Sin embargo, hechas estas puntualizaciones, sigue siendo cierto que existe una fuerte conexión entre dolor y enfermedad, y que esta es un área de nuestras vidas en la que lo adecuado es requerir la destreza de un médico. Cuando estamos en dolor queremos ser ayudados. Pero es precisamente en este punto donde se produce uno de los aspectos más extraños de nuestro ser: a saber, que nos es imposible experimentar el dolor del otro. Eso no significa que no podamos comunicarnos unos a otros nuestro dolor. Eso lo podemos hacer, pero lo que no se puede hacer es que tú comprendas y/o experimentes mi dolor en cuanto mío.
Esto pone sobre nosotros una doble carga, porque ya tenemos suficiente problema con aprender a conocernos unos a otros en las circunstancias normales de nuestras vidas, pero cuando tenemos dolor nuestra alienación de unos con respecto a otros no hace más que aumentar. Pues al margen de toda la compasión que podamos sentir hacia otro cuando padece dolor, ese mismo dolor crea una historia y una experiencia que hace al otro mucho más extraño para mí. Nuestros dolores nos aíslan unos de otros al crear mundos que nos separan unos de otros. Consideremos, por ejemplo, el abismo inmenso que se da entre el mundo de los enfermos y el de los sanos. Por más experiencia que tengamos del primero, cuando estamos sanos o sin dolor nos cuesta imaginar y entender el mundo de los enfermos.
De hecho, los términos que estamos usando son aún demasiado burdos. Porque no sufrimos la enfermedad en cuanto tal, sino que sufrimos sólo este tipo concreto de enfermedad y tenemos este tipo concreto de dolor. Así, incluso en el mundo de la enfermedad hay sub-mundos que no se cruzan fácilmente. Piénsese, por ejemplo, en lo importante que es para quienes sufren la misma enfermedad compartir sus historias. No creen que otros puedan entender su tipo particular de dolor. Las personas con cardiopatías pueden encontrar poca base para la comunión con los que sufren de cáncer. El dolor por sí mismo no crea una experiencia compartida; sólo el dolor de un tipo y de una clase concretos. Más aún, el mismo carácter comunal que se crea de ese modo separa a los enfermos de manera decisiva de quienes tienen salud.
El dolor no sólo nos aísla a unos de otros, sino que nos aísla incluso de nosotros mismos. Piénsese en la rapidez con que las personas con un miembro o un órgano gravemente enfermo ansían la cirugía, en la esperanza de que en cuanto ese miembro u órgano sea cortado o extirpado ya no se verán agobiados por el dolor que les hace no conocerse a sí mismos. Esta pierna gangrenada no es mía. Preferiría perder la pierna a enfrentar la realidad de su conexión conmigo.
Las dificultades que el dolor crea en nuestra relación con nosotros mismos se agravan por las peculiares dificultades que crea para los que están cerca de nosotros y que no comparten nuestro dolor. Por muy simpáticos que puedan ser, y por mucho que traten de estar con nosotros y de confortarnos, sabemos que no quieren experimentar nuestro dolor. No sólo es que no puedo, es que no quiero conocer el dolor que sientes. Por más buena voluntad que tengamos, no podemos apropiarnos el dolor del otro como nuestro. Nuestros dolores nos separan, y es poco lo que podemos hacer para restaurar esa unidad nuestra.
Sospecho que esta es una de las razones por las que una enfermedad crónica es tan gravosa. Porque a menudo estamos dispuestos a estar presentes y ser comprensivos con quien sufre un dolor intenso pero temporal. Es decir, estamos dispuestos a estar presentes en la medida en que se esfuercen por ser “buenos” enfermos, que tratan de ponerse bien lo más rápidamente posible, y no hacen un mundo de su malestar. También podemos ser muy comprensivos inicialmente con alguien que padece una enfermedad crónica, pero parece demasiado pedir el que uno sea compasivo año tras año. Así, el testimonio universal de las personas con enfermedades crónicas es que su enfermedad a menudo da lugar a la separación de sus antiguos amigos. Esto es un problema, no sólo para la persona enferma, sino también para aquellos que están estrechamente conectados con esa persona. Los familiares de una persona enferma crónica descubren a menudo que las mismas habilidades y hábitos que tienen que aprender para estar al lado de quien sufre acaba creando una distancia entre ellos y sus amigos. Tal vez nada ilustra esto tan dolorosamente como el caso de una familia que tiene un niño deficiente. Con frecuencia descubren que no pasa mucho tiempo sin que tengan un nuevo conjunto de amigos a quienes también les sucede que tienen niños deficientes [9].
Precisamente porque el dolor es tan alienante, vacilamos antes de admitir que estamos sufriendo. Estar sufriendo significa que necesitamos ayuda, que somos vulnerables a los intereses de los demás, que no tenemos el control de nuestro destino. De este modo, tratamos de negar nuestro dolor con la esperanza de poder manejarlo nosotros mismos. Pero el intento de manejar nuestro dolor por nosotros mismos o de negar su existencia tiene el extraño efecto de que sólo incrementa nuestra soledad. Porque justamente en la medida en que me salgo con la mía, creo acerca de mí mismo una historia que no puedo compartir fácilmente.
No cabe duda de que hay muchas más cosas pueden y deben decirse, y que matizarían esta concepción del dolor y la forma en que tiende a aislarnos unos de otros. Sin embargo, creo que he dicho lo suficiente como para llamar la atención sobre este aspecto de nuestra existencia, perfectamente común y, sin embargo, precisamente por eso, más extraordinario. Además, a la luz de este análisis, espero ahora que podamos apreciar el notable comportamiento de los amigos de Job. Porque a pesar de la mala prensa que los consoladores de Job suelen recibir (y que en muchos sentidos merecen), al menos se sentaron en la tierra con él durante siete días. Más aún, no hablaron con él “porque vieron que su sufrimiento era muy grande”. Que obraran así es verdaderamente un acto de magnanimidad, porque la mayoría de nosotros sólo estamos dispuestos a estar con las personas que sufren, especialmente con aquellos cuyo dolor es tan grande que apenas podemos reconocerlos, sólo si podemos “hacer algo” para aliviar su sufrimiento, o al menos, para distraer su atención. No es así con los consoladores de Job. Se sentaron en el suelo con Job sin hacer nada más que aceptar el estar presentes frente a su sufrimiento.
Ahora bien, si algo de esto que acabamos de decir se acerca a la verdad, sitúa la tarea de los médicos y de otros que se han comprometido a estar con los enfermos en una perspectiva interesante. Porque entiendo que su actividad como médicos se caracteriza por el compromiso fundamental de hacerse presentes a los que sufren, al igual que los consoladores de Job.3 En este momento no es mi preocupación explorar la razón moral para ese compromiso, sino sólo observar que médicos, enfermeras, capellanes y muchos otros están presentes a los enfermos como ninguno de los demás estamos. Ellos son el puente entre el mundo de los enfermos y el mundo de los que tienen salud.
Ciertamente, los médicos están allí porque han sido entrenados con unas competencias que les permiten aliviar el dolor de los enfermos. Han aprendido de unas personas enfermas cómo ayudar a otros enfermos. Y sin embargo, cualquier médico aprende pronto los terribles límites de su oficio, por la simple particularidad de que la enfermedad de un paciente desafía con frecuencia el mejor conocimiento y la mayor destreza. Más dramáticamente aún, los médicos aprenden que servirse del mejor conocimiento y de la mejor habilidad de que disponen tiene a veces resultados terribles sobre algunos pacientes.
Y, no obstante, el hecho de que la medicina no siempre “cura”, ni siempre puede “curar” mediante el trabajo de los médicos no limita en manera alguna el compromiso del médico. Al menos no lo hace si recordamos que la promesa básica del médico no es curar, sino cuidar del que sufre haciéndose presente a él. Sin embargo, no es fácil llevar a cabo ese compromiso día tras día y año tras año. Porque ninguno de nosotros tiene los recursos para ver demasiado dolor sin que el dolor nos endurezca. Sin ese endurecimiento, al que a veces damos el nombre de distancia profesional, tememos perder la capacidad de sentir en absoluto.
Sin embargo, el médico no puede evitar ser tocado y, por lo tanto, llagado por el mundo de los enfermos. Por su voluntad de estar presentes en nuestros momentos más vulnerables están para siempre marcados con nuestro dolor, un dolor que los sanos queremos negar o al menos mantener a distancia. Han visto un mundo que nosotros no queremos ver hasta que nos vemos forzados a ello, y los aceptaremos cortésmente en nuestra sociedad sólo en la medida en que mantienen ese mundo oculto a nuestros ojos. Pero cuando somos arrastrados a ese mundo, entonces queremos poder contar con su destreza y su presencia, aunque no hayamos estado dispuestos a afrontar esa realidad mientras estábamos sanos.
Pero, ¿qué tienen que ver estas observaciones un tanto aleatorias y discutibles con ayudarnos a entender mejor la relación entre medicina e Iglesia y/o con la historia de mi amistad de infancia con Bob? Comenzando por lo último, pienso que en cierto modo el mecanismo que estaba trabajando durante aquel tiempo difícil con Bob es bastante similar al mecanismo que funciona diariamente en medicina. Porque el médico, y otras personas afectadas por nuestra enfermedad, están llamados a estar presentes en tiempos de gran dolor y tragedia. De hecho, los médicos, debido a sus compromisos morales, tienen el privilegio y la carga de estar con nosotros cuando somos más vulnerables. El médico conoce nuestros miedos y esperanzas más profundos como pacientes. Como pacientes, ésa es también la razón por la que tememos al médico, porque resulta que él o ella puede conocernos mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Seguramente ésa es una de las razones por las que la confidencialidad es tan crucial para la relación paciente-médico, precisamente porque es una situación de tanta intimidad.
Pero justo en la medida en que al médico se le ha concedido el privilegio de estar con nosotros mientras estamos sufriendo, esa misma experiencia crea las semillas de la desconfianza y el miedo. Tenemos miedo del uso recíproco del conocimiento obtenido, pero tememos aún más profundamente recordar el dolor como parte de nuestra historia. Así, cada crisis que nos une en la lucha común por la salud también tiene el potencial de separarnos más profundamente después de la crisis. Y, sin embargo, el médico se comprometió a venir en nuestra ayuda una y otra vez, al margen de cómo podamos tratar de protegernos de su presencia.
El médico, por otro lado, tiene otro problema. Porque, ¿cómo puede alguien estar presente diariamente ante el dolor sin aprender a sentir disgusto, cuando no abiertamente aborrecimiento, dada nuestra pequeñez ante el dolor? Las personas que padecen dolor son omnívoras en su apetito de ayuda, y nos utilizarán si les dejamos. Afortunadamente, el médico tiene otros pacientes que pueden ayudarle a distanciarse de cualquier paciente que requiera demasiado. Pero sigue existiendo el problema de cómo, moralmente, quienes se comprometen a estar con el enfermo nunca pierdan su capacidad de ver esa humanidad que con frecuencia nuestro sufrimiento casi llega a borrar. Porque el médico no puede, como Bob y yo lo hicimos, separarse y alejarse de aquellos a los que él o ella se comprometieron a servir. Al menos no pueden si es que tengo razón en que la medicina se compromete en primer lugar en no ser sino una presencia humana ante el rostro del sufrimiento.
Pero, ¿cómo explicar ese compromiso, el de estar presente a los que sufren? Sin duda, la simpatía humana básica no puede descartarse, pero no parece ser suficiente para explicar la existencia un grupo de personas dedicadas a estar presentes en la enfermedad como su vocación de por vida. Tampoco parece suficiente para explicar el hecho de tener que adquirir las habilidades necesarias para sostener esa presencia de una manera que no sea, ni alienante ni fuente de desconfianza en una determinada comunidad.
Para aprender a estar presente de esa manera necesitamos ejemplos: es decir, un pueblo que haya aprendido a encarnar esa presencia en sus vidas de tal manera que esa presencia se haya convertido en la médula de sus hábitos. La Iglesia afirma al menos ser esa comunidad, ya que es un grupo de personas llamadas por un Dios que, creemos, está siempre presente a nosotros, tanto en nuestro pecado como cuando somos fieles. Debido a la fidelidad de Dios, se supone que somos personas que han aprendido a ser fieles los unos a los otros mediante nuestra disponibilidad a hacernos presentes, con todas nuestras vulnerabilidades, los unos los otros. Porque ¿qué es lo que nuestro Dios pide de nosotros, si no es nuestra presencia fiel en medio del pecado y el dolor del mundo? Así, nuestra disponibilidad a pedir ayuda cuando estamos enfermos, así como nuestra disponibilidad a estar presentes con el enfermo, no es una actividad especial o extraordinaria, sino una forma de la obligación cristiana de estar presentes unos a otros, tanto dentro como fuera del dolor.
Más aún, un pueblo así debería haber aprendido a estar presente a los que sufren sin que ese dolor les aleje de ellos. Porque ya hemos visto que el mismo vínculo que el dolor forma entre nosotros se convierte en el fundamento de la alienación, ya que no tenemos los medios para saber cómo hacerlo parte de nuestra historia común. Así como es doloroso recordar nuestros pecados, tratamos de no recordar nuestro dolor, ya que deseamos vivir como si en nuestro mundo y en nuestra existencia el dolor no existiera. Sólo personas entrenadas en recordar, y en recordar sus pecados y sus dolores como un acto comunitario, pueden ofrecer un paradigma para sostener en el tiempo una memoria dolorosa de un modo que sane en vez de dividir.
Así, la medicina necesita a la Iglesia, no para que provea una fundamentación a sus compromisos morales, sino como una fuente de hábitos y prácticas necesarios para sostener a largo plazo el cuidado de los que sufren. Porque no es fácil estar con el enfermo, especialmente cuando no podemos hacer por ellos mucho más que simplemente estar presentes. Nuestra misma impotencia se convierte a menudo en odio, tanto hacia quien sufre como hacia nosotros mismos, ya que los despreciamos por recordarnos nuestra impotencia. Sólo cuando recordamos que nuestra presencia es nuestro hacer, cuando recordamos que estar sentados en el suelo siete días sin decir nada es lo que podemos hacer, podemos ser salvados de nuestro intento febril y desesperado de controlar la existencia de los demás y la nuestra. Por supuesto, creer que tal presencia es lo que podemos y debemos hacer implica la creencia en una presencia en este mundo y más allá de este mundo. Y es verdad que muchos hoy en día ya no creen ni experimentan esa presencia. Si ese es el caso, me pregunto si la medicina como presencia es posible en un mundo sin Dios.
Otra manera de plantear esta cuestión es preguntarse acerca de la relación entre oración y atención médica. Nada de lo que he dicho sobre el compromiso básico del médico de estar presente implica que no deba tratar de desarrollar las habilidades necesarias para ayudar a los que sufren dolor y enfermedad. Ciertamente debe hacerlo, ya que el suyo es un arte que es uno de nuestros más valiosos recursos para el cuidado de unos a otros. Pero independientemente de lo poderosa que llegue a ser esa técnica, no puede en principio eliminar la necesidad de la oración. Porque la oración no es un suplemento ante la insuficiencia de nuestros conocimientos y de nuestras prácticas médicas; ni es una póliza de seguro divino que nos garantiza que nuestra destreza médica tendrá éxito; más bien, nuestra oración es el medio que tenemos para hacer presente a Dios, tanto si nuestra destreza médica tiene éxito como si no. Entendida así, la cuestión no es si la atención médica y la oración son antitéticas (esto es, una empieza donde termina la otra), sino cómo la atención médica puede sostenerse siquiera sin la necesidad de una oración continua.
Por último, los involucrados en la medicina necesitan la Iglesia porque de otro modo no pueden evitar el ser alienados del resto de nosotros. Porque a menos que haya un cuerpo de personas que haya aprendido las habilidades de la presencia, el mundo de la enfermedad no puede evitar convertirse en un mundo aislado, tanto para los enfermos como para quienes los cuidan. Sólo una comunidad que esté comprometida a no temer al extraño —y la enfermedad siempre nos hace extraños a nosotros mismos y para los demás— puede dar la bienvenida a la presencia continua de los enfermos en medio de nosotros. En último término, el hospital es primero y ante todo una casa de hospitalidad a lo largo de ese camino que es nuestro viaje por la finitud. Es nuestro signo de que no abandonaremos a los enfermos simplemente porque están sufriendo en este momento las señales de esa finitud. Si el hospital, como sucede hoy con demasiada frecuencia, se convierte simplemente en un medio de aislar al enfermo del resto de nosotros, entonces hemos traicionado su finalidad decisiva, y hemos distorsionado nuestra comunidad, y también a nosotros mismos.
Si la Iglesia puede ser ese tipo de personas que muestran claramente que han aprendido a estar con los enfermos y los moribundos, pudiera muy bien ser que mediante ese proceso entendamos mejor la relación entre salvación y salud, entre religión y medicina. O tal vez aún más, entenderemos mejor qué tipo de medicina debemos practicar, ya que con demasiada frecuencia tratamos de sustituir la presencia por “hacer algo”. Tiene sin duda razón Ramsey cuando nos recuerda que “desde que Sócrates planteó la pregunta, no hemos aprendido a enseñar la virtud. Los dilemas de la ética médica no son diferentes de aquella pregunta. Pero ya no podemos confiar en que los presupuestos éticos de nuestra cultura sean lo suficientemente poderosos o claros como para enseñar la profesión en la virtud; por lo tanto, la profesión médica ya no debería creer que la integridad personal de los médicos es suficiente por sí misma; ni nadie puede contar con que los valores se transmiten sin necesidad de pensamiento” ([14], p. xviii). Todo lo que he tratado de hacer es recordar que tampoco podemos contar con que tales valores se transmitan sin que haya un grupo de personas que crean y vivan confiando en la presencia indefectible de Dios.
1 La posición de Ramsey es compleja y ciertamente no puedo hacerle justicia aquí. Su énfasis en el “amor que transforma la ley natural” tendería a matizar lo que se dice arriba. Sin embargo, también es cierto que el uso cada vez mayor por parte de Ramsey del lenguaje de la Alianza ha ido de la mano con una disposición por su parte a referirse a ciertas “alianzas” que no requieren ningún tipo de “transformación”. Por supuesto, él podía objetar que el pacto entre el médico y el paciente es el resultado del amor cristiano actuando en la Historia.
2 Para una explicación más completa de la compleja relación entre dolor y sufrimiento ver [11].
3 Debo a una conversación con el Dr. Earl Shelp el ayudarme a entender mejor el significado de este punto.
REFERENCIAS
[1] Amundsen, D. y Ferngren, G. 1982. “Medicine and Religion: Pre-Christian Antiquity” en M. Marty y K. Vaux, eds., Health/ Medicine and the Faith Traditions, Fortress Press, Philadelphia, 1982, pp. 53-92.
[2] Amundsen, D. y Ferngren, G. 1982. “Medicine and Religion: Early Christianity Through the Middle Ages”. M. Marty y K. Vaux, eds., Health, Medicine and the Faith Traditions, pp. 93-132.
[3] Childress, J. 1981. Priorities in Biomedical Ethics. Philadelphia: Westminster Press.
[4] Curran, C. 1978. Issues in Sexual and Medical Ethics, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1978.
[5] Fletcher, J. 1954. Moral and Medicine, Beacon Press, Boston, 1954.
[6] Gustafson, J. 1975. The Contributions of Theology to Medical Ethics.: Marquette University Press, Milwaukee, 1975.
[7] Haring, B. 1973. Medical Ethics, Fides Publishers, South Bend, Indiana, 1973
[8] Hauerwas, S. 1983. “On Keeping Theological Ethics Theological”. En A. MacIntyre y S. Hauerwas (eds.), Revisions: Changing Perspectives in Moral Philosophy, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1983, pp. 16-42.
[9] Hauerwas, S. 1982. “The Retarded, Society and the Family: The Dilemma of Care”. En S. Hauerwas (ed.), Responsibility for Devalued Persons, Charles C. Thomas, Springfield, Illinois, 1982.
[10] Hauerwas, S. 1982. “Authority and the Profession of Medicine”, en G. Agich (ed.), Responsibility in Health Care, Reidel, Dordrecht, Holland, 1982, pp. 83-104.
[11] Hauerwas, S. 1979. “Reflections on Suffering, Death and Medicine”, Ethics in Science and Medicine 6 (1979): 229-37.
[12] MacIntyre, A. 1981. “Can Medicine Dispense with a Theological Perspective on Human Nature?” En D. Callahan y H. Englehardt (eds.), The Roots of Ethics, Plenum Press, New York, 1981, pp. 119-38.
[13] Ramsey, P. 1973. “The Nature of Medical Ethics” En R. Neatch, M. Gaylin, y C. Morgan (eds.), The Teaching of Medical Ethics, Hastings Center, Hastings-on-Hudson, New York, 1973, pp. 14-28.
[14] Ramsey, P. 1970. The Patient as Person. Yale University Press, New Haven, 1970.