Presentamos a continuación –traducido por primera vez al español– un precioso texto de C.S. Lewis, tomado de una colección de artículos y ensayos suyos publicada en español con el título Dios en el banquillo (ed. Rialp, 1997), aunque en esta edición sólo se incluyen una parte de los textos de la edición inglesa.
El artículo contiene una preciosa reflexión de Lewis sobre la familia, genuinamente cristiana como lo son todas las suyas, y no sólo sobre la familia, sino sobre la vida. Es un texto útil para pastores y fieles, precisamente en el contexto de la prioridad de preocupación y de trabajo por la familia que ha marcado el Papa Francisco. El artículo puede servir para comentar en grupos de matrimonios o de jóvenes adultos, en comunidades, en catecumenados de adultos, o simplemente en familia.
- S. Lewis (1898-1963), crítico literario, novelista y profesor de literatura en Oxford y Cambridge, es autor de unos cuarenta libros, muchos de ellos sobre la fe cristiana y su relación con la vida. Su obra más conocida son las deliciosas Cartas del diablo a su sobrino, publicadas también en Rialp. Entre sus escritos de ficción destacan las Crónicas de Narnia, una maravillosa colección de siete cuentos para niños que se han convertido en clásicos, y que están traducidos en español en la colección Juvenil Alfaguara. Los títulos de estas siete historias, cada una de ellas independiente de las demás, son: El sobrino del mago. El león, la bruja y el armario. El caballo y su jinete. El príncipe Caspio. El viaje del amanecer. El sillón de plata. La última batalla. Una parte de los ensayos de Lewis están traducidos en la Editorial Rialp; otros en Ediciones Encuentro y otras. La película Tierras de penumbra está basada en un escrito autobiográfico suyo, y narra la dramática historia de su amor y de su matrimonio en unos años decisivos de su vida.
- S. Lewis era anglicano y, pese a que en algún libro español se ha escrito en letra impresa lo contrario, nunca se hizo católico. Este detalle es importante, por ejemplo, para comprender el marco del artículo que presentamos aquí, que cuenta una comida en la casa de un “pastor” (en lenguaje católico diríamos un “párroco”), con su mujer y con sus hijos. Los escritos de Lewis son tan honestos en su afecto por la verdad y por la razón, y por ello tan hondamente cristianos en su contenido, que pueden ser leídos por todos, hasta por no cristianos, con un provecho grande. La cristiandad y la cultura del siglo XX le debe un inmenso servicio.
C.S. Lewis
LA HOMILÍA Y EL ALMUERZO
(traducción de María José Ramos Calero)
–Y así, el hogar debe ser el fundamento de nuestra vida, –dijo el predicador–. Es allí al fin y al cabo donde se forma el carácter. Es allí donde nos mostramos como realmente somos. Es allí donde dejamos de lado los agotadores disfraces del mundo exterior y somos nosotros mismos. Es allí donde nos aislamos del ruido, del estrés, de las tentaciones y de la disipación de la vida diaria para buscar los orígenes de la fuerza interior y de la pureza renovada …
Y mientras decía esto observé que la confianza en él de todos los menores de treinta años había desaparecido. Hasta este momento habían estado escuchando con atención, pero justo entonces empezaron las toses y el arrastramiento de pies. Los bancos de la iglesia crujían; los músculos se relajaban. La homilía, en la práctica, había acabado. Los cinco minutos que el predicador continuó hablando fueron una total pérdida de tiempo, al menos para la mayoría de nosotros.
Si yo los perdí o no, les corresponde a ustedes juzgarlo. Realmente no oí nada más de la homilía. Estaba pensando, y el punto de partida de mis pensamientos fue la pregunta: ¿Cómo puede él? ¿Cómo puede precisamente él? Porque yo conocía el hogar del predicador bastante bien. De hecho, había estado comiendo allí ese mismo día, siendo el quinto de los comensales. Los otros cuatro eran el pastor, su esposa, el hijo (que trabajaba en las Fuerzas Aéreas Británicas) y la hija (que trabajaba para el ejército de reserva). Ambos estaban casualmente allí de permiso. Podía no haber aceptado la invitación, pero la chica me susurró:
–Por el amor de Dios, quédese a comer si se lo piden. Es siempre un poco menos horroroso cuando hay un invitado.
El almuerzo en la casa del pastor casi siempre sigue las mismas pautas. Empieza con un intento desesperado por parte de los hijos de mantener una animada conversación trivial, no porque sean unos chicos superficiales (si estás a solas con ellos puedes mantener una conversación interesante), sino porque a ninguno de los dos se le ocurriría decir lo que realmente piensa a no ser que se dejen llevar por la ira. Hablan sólo para evitar que sus padres lo hagan, pero no lo consiguen. El pastor, interrumpiendo implacablemente, introduce un tema bastante diferente. Nos habla de cómo reeducar a Alemania. No ha estado nunca allí, y parece que no sabe nada ni de la historia alemana ni del idioma alemán.
–Pero padre–, empieza el hijo; y no acaba la frase.
Su madre está hablando ahora, aunque nadie sabe exactamente cuando empezó a hacerlo. Está en mitad de una complicada historia sobre lo mal que la ha tratado una vecina. Aunque continúa hablando mucho rato, no nos enteramos ni de cómo empezó, ni de cómo terminó la historia.
–Madre, eso no es muy justo, –dice la hija al fin–. La señora Walker no dijo…
Pero de nuevo resonó la voz del padre hablándole a su hijo sobre la organización de las Fuerzas Aéreas Británicas. Y las cosas continúan así hasta que el pastor o su esposa dicen algo tan absurdo que hace que el chico o la chica los contradigan y expongan su punto de vista. Los chicos exponen por fin sus opiniones reales. Hablan rápido, furiosamente y con desprecio. Tienen de su lado la realidad y la lógica. Sus padres responden con un estallido de cólera. El padre empieza a dar voces; la madre se siente herida, y de una manera patética empieza a hacerse la víctima. El padre y el hijo, ignorándose el uno al otro, empiezan a hablarme al mismo tiempo. El almuerzo está arruinado.
El recuerdo de aquel almuerzo me preocupa durante los últimos minutos de la homilía. No me preocupa el hecho de que la práctica del pastor difiera de lo que predica. Esto es sin duda lamentable, pero no viene al caso. Como dijo el doctor Johnson, el mandamiento puede ser muy sincero (y déjenme añadir muy provechoso), allí donde la práctica es muy imperfecta; y sólo un tonto no haría caso de las advertencias de un médico sobre intoxicaciones etílicas porque el doctor beba demasiado. Lo que me preocupa es el hecho de que el pastor no nos está contando que la vida familiar es difícil y tiene, como cualquier forma de vida, sus propias tentaciones y corrupciones. Habla como si “el hogar” fuera una panacea, un encanto milagroso que es seguro que produce felicidad y virtud. El problema no es que sea poco sincero, sino que es poco inteligente. No habla de su propia experiencia de vida familiar, está reproduciendo automáticamente una tradición sentimental, y resulta que esa tradición es falsa. Ése es el motivo por el que los feligreses han dejado de escucharlo.
Si los formadores cristianos desean hacer volver a los cristianos a la vida familiar (y yo personalmente creo que deben hacerlo), lo primero es dejar de decir mentiras sobre ella, tratar el tema de una manera realista. Quizás los principios fundamentales serían algo así:
- Desde el pecado original ninguna organización ni forma de vida tiene una tendencia natural a ir bien. En la Edad Media algunas personas pensaban que si ingresaban en una orden religiosa serían automáticamente santos y felices. Toda la literatura de ese periodo se hace eco de este funesto error. En el siglo XIX alguna gente pensaba que la vida familiar monógama les haría automáticamente ser santos y felices. La feroz literatura antifamiliar de los tiempos modernos (Samuel Butler, Gosse, Bernard Shaw) daba la respuesta. En ambos casos los desacreditadores pueden haberse equivocado en los principios, y pueden haber olvidado la máxima “abusus non tollit usum” (el que se pueda hacer mal uso de algo no hace ilegítimo el buen uso de ello); pero en parte llevaban razón. La vida familiar, como la vida monástica, pueden ser a menudo detestables, y debemos darnos cuenta que los defensores serios de ambas son bastante conscientes de sus peligros, y están libres de la ilusión sentimental. El autor de La Imitación de Cristo sabe (mejor que nadie) lo fácilmente que puede ir mal la vida monástica. Charlotte M. Yonge deja claro que la vida familiar no es un pasaporte hacia el cielo en la tierra, sino una ardua vocación, un mar lleno de rocas escondidas y de peligrosas orillas congeladas, que debe ser navegado sólo por alguien que tenga en sus manos una carta de navegación celestial. Éste es el primer punto sobre el que debemos ser absolutamente claros. La familia, como la nación, puede ser ofrecida a Dios, puede ser convertida y redimida, y entonces se convertirá en un cauce de particulares gracias y bendiciones. Pero como todo lo que es humano, necesita redención. Sin esa redención producirá sólo tentaciones, corrupciones y miserias. La caridad empieza en casa, como también la falta de caridad.
- Al hablar de conversión o santificación de la vida familiar, debemos tener cuidado de pensar en algo más que en la conservación del “amor”, en el sentido de cariño natural. El amor en este sentido preciso no es suficiente. El cariño, a diferencia de la caridad, no es causa de felicidad duradera. Si le dejamos que siga su inclinación natural, al final se convierte en algo ambicioso, ansioso, celoso, temeroso y lleno de exigencias. Se atormenta cuando su objetivo está ausente, pero no encuentra un placer duradero cuando está presente. Incluso en la mesa del almuerzo del pastor, el cariño fue en parte la causa de la pelea. Ese hijo hubiera aguantado con paciencia y con humor, en cualquier otra persona mayor, la estupidez que no soportaba en su padre. La esposa del pastor no sería esa interminable queja de autocompasión que es ahora si no “quisiera” a su familia. La continua decepción de su implacable exigencia de compasión, de afecto y de comprensión ha contribuido a hacerla como es. No creo que este aspecto del cariño pueda ser apreciado, ni de lejos, por la mayoría de los moralistas. La exigencia de ser amado es una cosa espantosa. Algunos de esos que dicen (y casi con orgullo) que viven sólo esperando que llegue el amor, al final viven en un resentimiento constante.
- Debemos darnos cuenta de la enorme dificultad que hay en la característica de la vida familiar que tan a menudo se presenta como su principal atracción: “Es allí donde nos mostramos como realmente somos. Es allí donde dejamos de lado los disfraces y somos nosotros mismos”. Estas palabras, en la boca del pastor, eran verdad, y él mostró en la mesa durante el almuerzo lo que significaban. Fuera de su casa se comporta con cortesía. Él nunca hubiera interrumpido a ningún otro joven de la forma que interrumpió a su hijo. En ningún otro lugar hubiera hablado tan seguro de sí mismo sobre temas que desconocía por completo, y si lo hubiera hecho, habría aceptado con buen humor que lo corrigieran. De hecho, él valora el hogar como el lugar donde puede “ser él mismo”, en el sentido de poder pisotear todas las trabas que la humanidad civilizada ha visto indispensables para que haya unas relaciones sociales aceptables. Y esto creo que es muy habitual. Lo que distingue principalmente la conversación familiar de las demás conversaciones es con frecuencia su evidente descortesía. Lo que distingue el comportamiento familiar es a menudo su egoísmo, su dejadez, su descortesía e incluso su brutalidad. Y con frecuencia sucede que aquellos que más elogian la vida familiar son los peores transgresores en este sentido: la elogian, están siempre contentos de llegar a casa, odian el mundo exterior, no soportan las visitas, les da pereza conocer gente etc., porque las libertades que se permiten en casa han acabado incapacitándolos para la sociedad civilizada. Si ellos tuvieran en otro lugar ese comportamiento que en su casa encuentran “natural”, serían totalmente rechazados.
- ¿Cómo debe entonces comportarse la gente en el hogar? Si un hombre no puede estar cómodo y relajado, si no puede descansar y ser él mismo en su propia casa, ¿dónde puede hacerlo? Reconozco que el problema está aquí y la respuesta es alarmante. No hay ningún lugar en la tierra donde uno pueda darse rienda suelta. Nunca será justo “ser nosotros mismos” hasta que “nosotros mismos” nos hayamos convertido en hijos de Dios. Esto se ve conclaridad en el himno litúrgico “Cristiano, no busques todavía el reposo”. Esto no significa, por supuesto, que no haya diferencia entre la vida familiar y la sociedad en general, significa que la vida familiar tiene su propia regla de cortesía, un código más íntimo, más sutil, más sensible, y por lo tanto en algunos aspectos más difícil que los del mundo exterior.
- Por último, ¿no debemos enseñar que si el hogar ha de ser un instrumento de la gracia divina tiene que ser un lugar con normas? No puede haber una vida normal sin una regula, sin una “regla”. La alternativa a las normas no es la libertad, sino la tiranía anticonstitucional y a menudo inconsciente del miembro más egoísta.
En resumen, ¿no debemos dejar de dar sermones sobre la vida familiar y empezar a aconsejar seriamente sobre ella? ¿No debemos abandonar los elogios sentimentales y empezar a dar consejos prácticos sobre el importante, duro, bello y arriesgado arte de crear una familia cristiana?