a. Breve introducción a Wendell Berry
¿Quién es?
Nació el 5 de agosto de 1936 (85 años) en el condado de Henry, en el estado de Kentucky, primogénito de cuatro hermanos, de una familia de agricultores que se remonta al menos a cinco generaciones. Enseñó inglés en la Universidad de New York en el Bronx, desde 1962 a 1964, e impartió también clases sobre creación literaria en la Universidad de Kentucky, desde 1964 hasta su dimisión en 1977. Desde 1965 reside en Henry County, Kentucky, escribiendo poemas, novelas y ensayos, y trabajando con su mujer y su familia en una pequeña granja que compró y que ha llegado a tener unas cincuenta hectáreas.
Su primera novela, Nathan Coutler, fue publicada en 1961. Sus novelas recrean el espacio ficticio de una pequeña ciudad rural llamada Port William, en Kentucky, y de las granjas de su entorno. Describen los lazos humanos que existen entre los miembros de las familias de esa comunidad, que la industrialización y la tecnología, al servicio de una visión egoísta y explotadora del mundo, van destruyendo poco a poco.
Cristiano baptista, es un crítico agudo de la falta de respuesta a los dramáticos problemas de nuestra cultura y de nuestro tiempo que él percibe en las diversas confesiones cristianas, así como en las administraciones públicas y en la educación especialmente —sobre todo la universitaria—. Es un elocuente defensor de la necesidad de la comunidad y de la pertenencia, y del amor a las personas y a los lugares concretos, para que pueda florecer una vida que pueda llamarse verdaderamente humana.
¿Qué nos ofrece a nosotros sacerdotes?
Es un hecho que la agricultura y la vida en comunidad es hoy culturalmente irrelevante. Por eso, a lo largo de sus escritos, Wendell Berry intenta ofrecer una alternativa agraria y comunitaria a nuestra mentalidad urbana e individualista; una alternativa humana a la sociedad de las máquinas, una alternativa a la ansiedad, a la soledad, la tristeza y la destructividad de nuestras vidas postmodernas.
…Dentro de las cosas,
hay paz, y lo mismo al final
de las cosas. Es la mente
que ha dado la espalda al mundo
la que se vuelve contra él.
(Wendell Berry, Window Poems 19)
Como cristianos, más aún como sacerdotes, confesamos que Jesús es el Sumo y Eterno Sacerdote, el Rey Todopoderoso que se abaja asumiendo nuestra carne y adoptando la forma de Siervo Sufriente. Pero de este único sacerdocio, del que nosotros somos colaboradores, extensión de su Sagrado Corazón Misericordioso para los hombres y la Iglesia de nuestro tiempo, podemos desentrañar su sentido profundo precisamente a la luz de otros “títulos” que manifiestan la identidad de Cristo y que son más cercanos a nuestra condición creatural: el Árbol de la Vida/el Dueño de la Mies/el Sembrador/el Pan bajado del Cielo/la Vid Verdadera (mundo agrícola), el Buen Pastor/el Pescador de Hombres (mundo animal), el Verbo Encarnado y Elevado sobre la tierra (la tierra, la carne “transfigurada”), el Trabajador carpintero (mundo laboral), etcétera.
Hay, parece claro, un paralelismo entre la creación y el Creador y, por tanto, entre el agricultor/ganadero/pescador/trabajador artesanal y el sacerdocio. Berry no es sacerdote, ni siquiera es católico, pero como cristiano considera que su sacerdocio bautismal puede ser más plenamente vivido desde su granja familiar, en íntimo contacto con la tierra, y en comunión y colaboración con su comunidad más local. La lectura de sus libros puede servirnos de reflexión y diálogo para, como el Papa Francisco quiso para todos con la encíclica Laudato Si, nosotros sacerdotes; y, por tanto, como sembradores de la Palabra, como pescadores de hombres, como buenos pastores, como encarnaciones diminutivas del Verbo Encarnado, como humildes trabajadores de la viña, apreciemos e intensifiquemos el don de nuestra vocación y podamos dar al mundo la Vida de la Iglesia que es Cristo, el Señor Resucitado.
¿Por qué hablar ahora de Wendell Berry?
Por dos razones: Primero, porque este año pasado, concretamente el 24 de mayo de 2020, con ocasión del quinto aniversario de la promulgación de la Carta Encíclica Laudato Si del Santo Padre Francisco sobre el cuidado de la casa común se estableció un año especial (hasta el próximo 24 de mayo de este 2021) para reflexionar y comprobar cómo estamos poniendo en práctica este documento magisterial. Y, segundo, porque Berry personifica, en su vida y su obra, el modo más natural y humano de ser cristiano. A la luz de su experiencia de fe, él lo centra todo desde los grandes trascendentales que la tradición eclesial y que la creación nos revela: la bondad, la verdad, y la belleza de Dios. Pero, además, porque Berry representa una corriente muy significativa e importante en el pensamiento contemporáneo estadounidense que verifica y hace vida, en su propio contexto cultural, el contenido de unos documentos magisteriales sobre doctrina social como fue en su momento la Encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI o la actual Laudato Si de Francisco.
b. Contextualización recordatoria de Laudato Si
Estamos dentro del quinto aniversario del documento social Laudato Si sobre el cuidado de la casa común, a través del cual el Papa Francisco, y con él toda la Iglesia, nos invita a poner nuestra mirada en la creación que Dios nos ha regalado para que la disfrutemos, dispongamos, y custodiemos, elevando nuestros corazones a Él. Para esto, nos recuerdo el sumo pontífice, el hombre moderno necesita abajar su dura y excesivamente autónoma razón y recuperar la santa y sana humildad (LS, 224); aquella que es capaz de elevarlo, con la ayuda de la gracia de Dios, al fin para el que ha sido creado y del que la creación misteriosamente nos habla y revela. Estrictamente hablando, no es por tanto un documento ecologista si por ecologismo entendemos una comprensión meramente material e inmanente del mundo. Es un escrito sobre Dios y sobre el hombre donde la cuestión ecológica aparece como puente y vínculo entre ambos—como lugar teofánico por excelencia. Porque la creación habla del Creador, su gramática es divina, y a través de ella percibimos algo de la trascendencia que empapa toda la realidad; sentimos algo de la belleza, de la verdad, y de la bondad de Dios. Como toda palabra que la Iglesia dirige al mundo, Laudato si es un documento eminentemente kerygmático, de naturaleza social y evangelizadora pues, a través del evangelio de la creación, también Dios se revela a la humanidad como el Dios providente y misericordioso que, devolviéndonos a la comunión con el orden creado, quiere hacernos partícipes de su ser. En cierto modo, la expectación de la propia creación que “está aguardando la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19) anuncia la Buena Noticia de Cristo Resucitado quien haciendo todas las cosas nuevas —Él es el evangelio de la re-creación— nos llama a la conversión para que, estando atentos y llenos de asombro por el mundo que nos rodea, creamos en Él y acojamos el don de Dios; y así, transformados, lo hagamos vida en nosotros, lo hagamos tarea y servicio que construya el reino de Dios entre nosotros.
Sobre “el cuidado de la casa común” es otra manera de hablar de la creación: si es casa es porque es nuestro hogar. Un hogar siempre tiene un orden y la creación tiene este orden, dotada de esa consistencia, de esa verdad, de esa belleza que el hombre está llamado a respetar y cuidar (cf. Gaudium et spes, 36). Pero es, al mismo tiempo, para todos, por eso es común. Es la tierra en la que estamos viviendo, es nuestra hermana y nuestra madre, como el Papa dice (LS, 1). Nuestra hermana porque la tierra, la creación, nos acompaña. Nuestra madre porque nos acoge. Somos tierra, somos criaturas (LS, 2). La naturaleza es un lugar donde podemos escuchar y leer el lenguaje de Dios (LS, 12); contiene la gramática de Dios. Y, por lo tanto, Dios habla al hombre también en la naturaleza. El Papa nos desafía a que abramos los ojos al mundo que nos rodea y acoge para ver que efectivamente tenemos un problema; pero, al mismo y sobre todo, nos anima, como cristianos que somos, a que seamos optimistas. Primero porque Dios sigue estando con el hombre, no nos ha abandonado. Y, segundo, porque los hombres cuando trabajan juntos por el bien común (y no solamente pensando en intereses personales, nacionales, empresariales, o meramente pecuniarios) todavía tienen la capacidad—con la ayuda de la gracia de Dios—de mejorar, de arreglar, algunos de los problemas que nosotros mismos hemos fomentado (LS, 13). El Papa nos impulsa a que busquemos un desarrollo sostenible e integral (Ibid.), a que no perdamos la esperanza—y ésta teologal, también en este ámbito de la relación del hombre con la creación—y a que veamos el mundo no como un problema a resolver sino como un misterio gozoso (LS, 12).
Dividida en seis capítulos, Laudato si es un intento—realmente ascético—de llevarnos (como en la tradición espiritual católica de comprender y llegar a la gloria inefable de la divinidad de Cristo a través de su Encarnación, de su humanidad) a través del contacto con la creación al diálogo y encuentro personal con su Creador.
En el primer capítulo (Lo que le está pasando a nuestra casa) el Papa abordaba el problema medioambiental generalizado y que es claramente visible para todos: elevación media generalizada de la temperatura terrestre, contaminación, sociedad generadora de basuras y residuos difíciles de reciclar a corto plazo, cultura del descarte, falta de acceso al agua potable, pérdida de ecosistemas y biodiversidad, y sobre todo el grave deterioro de la calidad de la vida humana y social (¡no hay más que verlo con las políticas de la cultura del descarte (aborto, eutanasia, etc)!).
El segundo capítulo (El evangelio de la creación) nos ofrece la clave hermenéutica de la creación que sólo puede ser interpretada, a la luz de la fe, desde la revelación bíblica (especialmente la mirada y el estilo de vida de Jesús) y la relacionalidad del ser, de todo el cosmos. Decir creación (palabra mucho más cristiana que decir medio ambiente) supone reconocer un Dios creador todopoderoso (LS, 75), quien amorosa y libremente decidió crear de la nada todo el universo (LS, 77). En la cosmovisión cristiana, el universo material, cuyo fin “está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzado por Cristo resucitado” y al cual el ser humano “está llamado a reconducir [a] todas las criaturas” (LS, 83), “está abierto a la trascendencia” (LS, 79) y, por eso, contiene en sí mismo y en cada una de sus criaturas el “lenguaje del amor de Dios” (LS, 84). Como dice el Papa, “el ser humano aprende a reconocerse a sí mismo en la relación [y participación] con las demás criaturas” (LS, 85 y 79). Sólo desde ahí podrá el hombre desarrollar “las virtudes ecológicas” (LS, 88) sin caer, al mismo tiempo, en una divinización e idolatría de la naturaleza (LS, 78 y 90). De ahí que el cuidado por el medioambiente comienza y tiene su raíz en el respeto, cuidado, y sincero amor hacia todo ser humano y debe llevar, si es verdadero, “a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad” (LS, 91).
En el capítulo tercero (La raíz humana de la crisis ecológica) Francisco situaba la raíz del problema ecológico en el hombre: la crisis ecológica no es sino una crisis antropológica fruto de la mentalidad relativista, del paradigma cegador de la técnica (tantas veces embrutecida por la lógica del usar y tirar) y la reducción utilitarista del trabajo humano, sobre todo el manual y artesanal. Esta crisis antropológica tiene su reflejo más visible en el orden creado.
Llama por tanto el Papa, en el capítulo cuarto (Una ecología integral), al modo concreto de retomar la relación del hombre con la creación: una ecología integral, pues sólo hay una sola y compleja crisis socio-ambiental, que aúne todas las dimensiones constitutivas de la persona (como centro y culmen de la creación de Dios): lo económico, cultural, institucional, comunitario, lo cotidiano, etc; y esta integralidad ecológica tiene en el principio del bien común su fundamento y motor para así llegar a alcanzar la justicia o solidaridad intergeneracional cuya lógica es “la del don gratuito que recibimos y comunicamos” (LS, 159).
En el capítulo quinto (Algunas líneas de orientación y acción) el Papa nos ofreció acciones orientativas que, favorecidas por auténticos diálogos científicos, políticos, y religiosos, reorienten nuestra custodia, uso, disfrute, y reciclaje de los recursos naturales comunes a todos.
Por último, en el capítulo sexto (Educación y espiritualidad ecológica) el Papa, ante el vasto desafío ecológico y humano existente, quiere iluminar “la conciencia de [nuestro] origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos” para así desarrollar nuevos modos de vivir y relacionarse (LS, 202). Anima a los católicos a ser conscientes de la responsabilidad social, moral y no sólo económica de todos sus actos (LS, 206); y a caer en la cuenta de que la percepción real de que la sostenibilidad ambiental, la justicia, la paz y la vida dependen de la “capacidad de salir de sí hacia el otro” (LS, 207 y 208). A la luz del misterio del Dios Uno y Trino, y con el ejemplo de la criatura más grande que Dios nos ha dado—la Virgen María—, la crisis ecológica (que, como decíamos, es crisis antropológica) requiere inexorablemente una conversión interior o ecológica la cual “implica dejar brotar todas las consecuencias [del] encuentro [personal] con Jesucristo en las relaciones con el mundo” (LS, 217). Encuentro o conversión personal que es y lleva también a la conversión comunitaria (LS, 219). En otras palabras, la conversión ecológica implica vivir desde la lógica del don y del principio de gratuidad donde todo se recibe con gratitud y se da y comparte con dadivosidad; implica vivir y sentirse conectado con todas las demás criaturas que nos rodean; e implica, desde una actitud creyente, la donación total de uno mismo, de su vida libremente ofrecida al servicio de Dios, de los hombres y del mundo, para intentar traer luz y, en la medida que sea posible, resolver los problemas de nuestra amada casa común que es esta tierra, ejerciendo nuestra creatividad y entusiasmo (LS, 220).
c. Qué nos enseña y aporta Wendell Berry al planteamiento que nos ofrece el Papa Francisco en Laudato Si
Según la Real Academia de la Lengua Española, ecología se define como la “ciencia que estudia los seres vivos como habitantes de un medio, y las relaciones que mantienen entre sí y con el propio medio.” Wendell Berry nos permite ver, y él mismo lo ha hecho su forma de vida, la estructura de una verdadera eco-logía desde su significado más etimológico: el estudio, conocimiento, y vida en la casa (oikos) común de toda la creación.
Para él, el primer pilar de toda actividad humana, y por tanto de toda fundamentación ecológica es el principio de gratuidad que es el constitutivo del ser-en-relación del hombre con Dios. Si Dios es amor (como S. Juan nos transmite en su evangelio y sus cartas), entonces la caridad es, por tanto, el sustrato o sustancia de la vida, de todo lo creado, la que da contenido real a las relaciones humanas y los desarrollos sociales, que incluyen lógicamente las relaciones con la creación. Berry habla de cómo el Reino de Dios o Gran Economía nos permite situar, en lugar de la mera eficiencia e intereses espurios, el amor y el afecto (el deseo) en el centro de un ecología y economía verdaderamente humanas y para el hombre. De hecho, para él, si retiramos a Dios de la ecuación, todo deja de tener valor en sí y por sí mismo, la dimensión del don desaparece y será el “libre mercado” el que otorga (mejor dicho, imponga) valor a las cosas. El valor ya no es dado (por Dios) e intrínsecamente contenido en el ser, sino producido (por la industria) y agregado extrínsecamente (por el mercado de oferta y demanda). El valor se convierte en poder económico y la dimensión del don en mero interés propio. Una ecología sin Dios cae en una ecología utilitarista donde el hombre, dándose así mismo los atributos propios de Dios, es quien decide lo que una cosa vale o no vale, merece vivir o morir, usarse o no usarse, etc. Por eso, para Berry, si queremos una ecología humana necesitamos necesariamente volver a poner a Dios en su centro y eso sólo será posible si el hombre recupera lo que él llama la “humilde ignorancia”: la capacidad de darse cuenta, con asombro, de que todo es dado libremente, como signo de que somos amados por Otro (Dios), y la capacidad de utilizar cualquier recurso natural para gloria de Dios y bien de todos y todo. Una ecología vivida así se convertirá nuevamente en campo de esperanza, en camino de participación y entrega al mundo y a los demás. Sólo así la ecología podrá volver a ser un arte de vivir, no meramente producir, y de relacionarse de manera verdaderamente humana, en comunión con la naturaleza y entre sí. Por tanto, una verdadera ecología humana debe tener a Dios en su relacionalidad constitutiva. Berry defiende que solo desde Dios podemos situarnos en el centro de lo que él llama la Cadena del Ser donde los seres humanos son tratados, según él, no como máquinas sino como criaturas “que existen dentro de un orden creado [trascendente y dotado] que no hicieron y no tengo derecho ni capacidad para destruir”.
El segundo pilar de la ecología proviene de la gramática inherente en la naturaleza, que el hombre observa pues depende directa e inexorablemente de ella y está y vive en contacto con ella. Ecología y creaturalidad van de la mano. Una verdadera y auténtica relación del hombre con la creación debe reflejar la marca/el sello/el carácter del amor eterno de Dios presente en su creación. En el olvido de la dependencia intrínseca del hombre de la naturaleza, la modernidad nos ha engañado regalándonos un sentido de autonomía ilusorio y peligroso, que no ha hecho sino aislar del mundo y encerrar en sí mismo al hombre. El olvido de la creación, el no tener los ojos de la fe para ver esa gramática del amor de Dios inherente en la creación, ha llevado al hombre moderno a explotarla y así acabar abusando de ella. Berry, en lo que él llama la Rueda de la Vida, afirma que hay un orden y una armonía intrínsecos en la naturaleza, una interdependencia continua, todo está conectado desde adentro. Todo tiene una finalidad, un telos, una razón de existir y, por tanto, nada se puede malgastar gratuitamente sin consecuencias enormes e impredecibles para nosotros y las futuras generaciones. Por tanto, la relación ideal entre la economía humana y la economía de la naturaleza debe ser la armonía entendida como aceptación y reconocimiento de los límites de nuestra casa común y de cada una de las criaturas que la conforman. La ecología es armonía. En la medida en que haya una pertenencia mutua entre la creación y el hombre, necesitamos, según Berry, un “regreso a casa” de la economía a la naturaleza, para que la gente pueda volver a vivir, de manera armoniosa, no artificiosa, dentro de los límites (límites porque somos criaturas no dioses) que los lugares, la tierra, la familia, el barrio, la nación, este mundo… nos ofrece. Para Berry, la comprensión de que la naturaleza es un regalo—un don siempre pendiente de ser abierto y que esconde siempre la novedad de Dios para la persona—le da al hombre un verdadero sentido de su ser relacional dentro, como centro, y en total armonía con la economía y el orden de la naturaleza. Este “regresar a casa” es, para él, una forma de fidelidad, de ser fiel a nuestra condición creatural. Sólo en contacto con la naturaleza, afirma Berry, “el hombre puede sentir la rareza de ser hombre” y, por tanto, descubrir su vocación última en cuanto hombre: la fidelidad, el agradecimiento, y el trabajo al mundo creado por Dios. Como señala Berry, “La fidelidad al orden humano, si es plenamente responsable, implica fidelidad también al orden natural”. Para él, una correcta comprensión de la creación requiere fidelidad a un lugar concreto (una tierra tuya) y a un pueblo concreto (nucleado en tu familia y que se extiende a la comunidad más local y cercana). Esta aproximación a la creación implica ya, en esencia, un reordenamiento de la economía, una manera distinta de estar y participar en el mundo, un mundo donde todo y todos estamos íntimamente interrelacionados. Aceptar el ciclo orgánico de la Rueda de la Vida, su dependencia interna entre todo lo que existe, y su total relación con el ser humano cambiará la forma en que comprendamos la auténtica ecología. No basada más en las ideas modernas de poder, competencia, y crecimiento ilimitado sino, por contra, en el afecto, la integridad, la armonía y la moderación. Frente a la abstracción, y consecuente destrucción, de la persona humana, la comunidad local y la salud natural del lugar, a la que el vertiginoso progreso económico moderno nos ha llevado, Berry lucha por una economía arraigada en la naturaleza, una llena de recuerdos, memorias, y límites que nos recuerdan la dependencia y conexión, desde la creación, con Dios mismo. La lógica de la ecología debe transmitir un recuerdo de un pasado heredado, vivido en el presente y debidamente desarrollado y embellecido para el futuro. Y esto solo es posible echando raíces, no tanta movilidad. Sin esta memoria, que ocurre en un lugar concreto, dentro de una economía local concreta, y en un contexto histórico concreto, la lógica de la economía mercantilista corre el riesgo de volverse ilimitada, con la capacidad de someter todo a sus propias reglas, y esto es, como constatamos a nuestro alrededor, muy peligroso. Si “nuestra cultura debe ser nuestra respuesta a nuestro lugar”, dice Berry, el mismo principio debe prevalecer para la ecología.
Finalmente, la tercera columna del trípode relacional del hombre es la comunidad, el don del prójimo. En la relación del hombre con y para la comunidad, el bien común es el fin lógico de la ecología. Una verdadera ecología potencia una reconexión entre el individuo y la comunidad, entre lo uno y lo múltiple, entre lo local y lo universal. Vista así, cambia hasta el modo de entender el trabajo humano entendido ya como solidaridad ahora y hacia el futuro. El verdadero desarrollo de uno debe ir necesariamente acompañado del desarrollo del otro; en caso contrario, es injustica, es subdesarrollo que va contra el hombre. La lógica de la casa común también fomenta nuestras relaciones con y para los demás. La ecología contiene en sí misma una potencialidad de comunión y de establecimiento y fortalecimiento de lazos comunales. Berry aplica, a su manera, esta verdad cuando basa la reintegración del individuo y la comunidad en la centralidad de la economía familiar. Él otorga una enorme importancia a la comunidad local, como el ámbito natural en el que una verdadera lógica económica, “humanizadora” y “humanizante” (usando neologismos míos, no de Berry), generará sinergias de comunión y fomentará el bien común. Por eso para él “la economía es comunidad”. Para Berry, es necesario reforzar dos principios económicos esenciales para tener una ecología que favorezca el bien común: el principio de vecindad y el principio de subsistencia. El principio de vecindad surge de la comprensión de la economía como la búsqueda del bien de la comunidad en lugar de la mejora económica de unos pocos. Este principio aplica el concepto de comunión a la economía, estableciendo así una nueva forma de comercio: una en la que el principio normativo ya no es meramente el interés propio sino la mancomunidad. El principio de subsistencia, por otro lado, asegura que las personas en cada economía local puedan subsistir de su propia tierra, con sus propios recursos y trabajando para su propio desarrollo. Para nuestro autor, la economía de subsistencia (que tiene su mejor reflejo en la alimentación local) es la definición misma de ecología. Berry recuerda así el carácter comunitario fundamental de la ecología y, por tanto, del trabajo humano. La ecología será verdaderamente una disciplina social, capaz de producir desarrollos integrales y humanos, si facilita y promueve la construcción de relaciones entre las personas (u organizaciones, o estados) en las que cada parte suplica a la otra ser un socio esencial más que un enemigo o competidor. Una ecología comunitaria y para la comunidad, al servicio del bien común (o social), donde todo se reconoce interconectado entre sí y donde lo mío es para ti y contigo. Aplicar la comunión dentro de la ecología establece hasta una nueva forma de comercio: una en la que el principio normativo ya no es meramente el interés económico sino la comunidad. Una ecología que trabaja principalmente para la comunión de todos y, por ende, de cada uno en particular.
d. Conclusión
En conclusión, en una formación para los sacerdotes ¿qué nos ofrece un yanqui casi nonagenario, protestante, que ha dedicado su vida, tras un breve paso por la docencia universitaria, a la agricultura y a la escritura? Pues ni más ni menos a que seamos sacerdotes santos que, como Berry nos enseña con su testimonio de vida agraria, vivan y ofrezcan, como pastores, la Vida de la Iglesia que es Cristo el Señor, misteriosamente presente en toda su creación.
Ildefonso Fernández-Fígares Vicioso
Sacerdote
Enero 2021